El acento cubano los delata apenas comienzan a contar las razones que tuvieron para dejar la isla de sus amores, familia e hijos, y migrar a Guayaquil hace unos siete meses.
Los dos vivían en el barrio Los Pinos de La Habana, conocida como la ciudad de las columnas y que tiene bellas playas. Abel Betancourt trabajaba en una empresa de aluminio y Maité Rodríguez, en un restaurante. Lo que ganaban les alcanzaba para vivir, pero no para lograr sus sueños.
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“Mi sueldo era de 335 pesos cubanos, unos 15 dólares mensuales; casi nada, chico”, dice Abel, de 44 años. “El salario no te permite realizar tus sueños, yo quería que mi sueldo tenga valor”, agrega Maité, de 42 años. Y repite “chico”.
Ambos llegaron con la ayuda de un primo de Abel que vive en Guayaquil desde hace cuatro años y que les habló de lo bien que les podía ir en esta ciudad. No lo dudaron. Aprovecharon la invitación del primo y se vinieron llenos de deudas.
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En La Alborada, frente a La Rotonda, abrieron un restaurante que ofrece almuerzos “a la ecuatoriana”. El martes pasado, el menú incluía sopa de albóndigas y el tradicional moro cubano con bisté de carne.
Guayaquil los cautivó por el clima. En La Habana la temperatura máxima llega a 29 grados y la mínima a 23, similar a la actual temporada de verano en la urbe porteña. “Tuve que viajar a Quito por unos trámites y en ese viaje me convencí de que Guayaquil era mi destino porque los cubanos somos calientes, igual que los guayaquileños”, cuenta Abel mientras supervisa el trabajo de las dos cocineras esmeraldeñas, Marcia Simisterra y Pamela Mantuano, quienes preparan los platillos que ofrece en su restaurante.
El negocio atiende de once a tres de la tarde. En ese tiempo se despachan unos 130 almuerzos, una cantidad que le sirve a Maité como referente para argumentar que les está yendo bien y que el viaje y los sacrificios están valiendo la pena.
“Extraño mucho a mi familia”, dice ella. Abel, en cambio, recuerda con frecuencia a sus dos hijas, de 19 y 8 años, que se quedaron en Los Pinos con la supervisión de la abuela.
El trabajo de lunes a sábado les deja solo un día para conocer la ciudad. Abel y Maité han visitado el Malecón, la Bahía, el mercado artesanal y varios centros comerciales. “Los guayaquileños nos han tratado bien, son solidarios, muy buenos vecinos, chéveres”, dice ella.
Los clientes que acuden a su restaurante alaban la comida ecuatoriano-cubana. “Todos los días comemos aquí, ya mismo nos jubilamos”, dice Luis Parrales, uno de los comensales, junto a su amigo Luis Véliz.
El clima y la gente, las coincidencias con La Habana. Pero la nueva vida que empezaron en Guayaquil, cuentan Abel y Maité, también incluye grandes diferencias con su país natal.
En Cuba, dice ella, hay más disciplina. “Las personas tienen la obligación de caminar por las líneas cebras, los conductores manejan con prudencia”. En La Habana, agrega, tampoco se observa a niños pidiendo limosna en las calles, como ha visto con tristeza en esta urbe.
La pobreza en Cuba se lava casa adentro. Los isleños suelen pedir a los turistas que les regalen ropa, perfumes o jabón, utensilios que ahora Abel y Maité podrán enviar a sus familiares. Mientras, para no extrañar a su Cuba, preparan en casa la típica ropa vieja, el cangrís o la yuca revuelta en refrito con ajo, naranja y chicharrón.