El padre, un rubio corpulento, y el hijo, un chico de unos diez años, también blondo, con la cara pintada mitad blanca, mitad azul, terminaban el partido abrazados y cantando, con una amplia sonrisa presidiendo sus rostros y blandiendo una banderita del Wigan. Eso era en las paquetas tribunas del estadio del pequeño club de las afueras de Manchester. Abajo, el equipo daba una lección de colectivismo y tumbaba al puntero Chelsea poniéndole pimienta al campeonato inglés.
En esos instantes finales, afloraron dos sensaciones maravillosas del fútbol. La primera, no debe haber (no puede haber) satisfacción mayor que disfrutar un gran triunfo del equipo amado abrazado con su hijo. La única palabra que puede acercarse a graficar tan sublime sentimiento es felicidad. Si ese preciso instante alguien nos pregunta si somos felices respondemos sin dudarlo: “sí, mucho”.
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Aunque ese chico del Wigan llegue a los 90 años, nunca olvidará la tarde de esta victoria sobre el puntero, cuando su padre lo llevó al estadio, y le compró chocolates, y la bufanda azul y blanca, y fueron de la mano, sonriendo, haciendo bromas. Y luego gritaron juntos los goles. Es un momento de máxima fusión entre padre e hijo que difícilmente se alcance en otra circunstancia. Y luego, el glorioso regreso a casa, comentando las jugadas y agrandando cada vez más la hazaña, con el ansia infantil de contárselo a mamá. En casa no hubo democracia: los cuatro hijos son de Independiente. Bochini, Agüero y otros cracks que están firmes en el altar de nuestros afectos nos regalaron decenas de abrazos inolvidables entre padre e hijos. A veces, en algún gol a Racing, a Boca, quedábamos los cinco apretados nerviosamente en el abrazo.
La segunda reflexión motivada por el Wigan y su 3-1 sobre el Chelsea es acerca de las alegrías de los cuadros chicos: son esporádicas, pero valen triple. El viernes observamos el soñado debut de Venezuela en el Mundial Sub-20 (primero que juega, en cualquier categoría): 1-0 sobre esa máquina de pegar que siempre es Nigeria. En su innegable ascenso futbolístico, la Vinotinto viene de júbilo en júbilo, marcando un hito tras otro. El regocijo de los muchachos venezolanos al final también era de valor triple.
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Estos festejos de pobre son contagiosos, uno los celebra como propios. Así fue una tarde de julio de 1969 cuando Chacarita Juniors llegó al cielo del fútbol. Remando y remando alcanzó la definición del campeonato. Primero bajó a Racing 1 a 0 y en la final aplastó a River 4 a 1 con una exhibición notable de fútbol y contundencia. Chaca campeón… Parecía increíble hasta pronunciarlo. Era cierto, pisó a River en un estadio que reventaba: 64.441 boletos se vendieron. Que entre colados y otras yerbas serían 70.000. La tribuna alta, toda de Chaca, se venía debajo de la emoción. Angel Marcos, el Tanque Neumann, los once héroes funebreros fueron a dedicarle el triunfo a aquellos eternos peregrinos de la fe tricolor con los brazos en alto. Entonces bajó desde el cemento como un trueno, un rugido que era mezcla de llanto, de orgullo, de rabia, de alegría… Era una vida esperando ese instante, que nunca más se repitió. Aquella épica conquista dio pie a una frase que se hizo carne y es de uso diario: “Se agrandó Chacarita”. El país tuvo aquella vez la piel negra, roja y blanca de un cuadrito humilde, pero querible y metedor, simpatiquísimo.
En la abrumadora oferta televisiva del sábado (fútbol inglés, italiano, español, argentino, Mundial Sub-20) escogimos Wigan-Chelsea. A veces es una elección al azar; en este caso era por ver al puntero e invicto con puntaje ideal, que además tiene a Drogba, la pantera de Costa de Marfil con cuerpo de ébano y mente de acero. Siempre es interesante ver a Drogba. Y acertamos de casualidad, nos por el gol de Drogba, sí por el bonito triunfo del Wigan.
“La plata bien ganada es la que más dura”, dice el irlandés. Es aplicable al Wigan. Le durará la satisfacción, venció con altos méritos. Fue reconfortante ver a Hugo Rodallega totalmente adaptado al fútbol inglés, a dos hondureños ser figura: Hendry Tohmas y Maynor Figueroa, autor este último de una brillante maniobra en el tercer gol. Y de ver cómo una formación con nombres menos rutilantes puede derribar a otra poderosa en base a funcionamiento, esfuerzo, solidaridad y buen fútbol.
Nosotros también estábamos mirando el reloj cuando el juego iba 2-1 sobre el final. Y nos angustiamos cuando el juez dio 5 minutos de descuento pensando en un hipotético empate del Chelsea. Pero no, la fiesta fue completa: llegó el jugadón de Figueroa y el 3-1 que seguramente generó una fiesta ciudadana en Wigan.