El padre, un rubio corpulento, y el hijo, un chico de unos diez años, también blondo, con la cara pintada mitad blanca, mitad azul, terminaban el partido abrazados y cantando, con una amplia sonrisa presidiendo sus rostros y blandiendo una banderita del Wigan. Eso era en las paquetas tribunas del estadio del pequeño club de las afueras de Manchester. Abajo, el equipo daba una lección de colectivismo y tumbaba al puntero Chelsea poniéndole pimienta al campeonato inglés.