Alfonso Reece D.
La situación era compleja en Israel del siglo I. El país estaba sometido al Imperio Romano, que delegaba cierta autoridad en los reyes idumeos de la dinastía herodiana. Pero existía el Sanedrín, un poderoso consejo político-religioso con amplios poderes y que se consideraba representante de la nación judía. Miembro de este influyente cuerpo era José de Arimatea, sobre quien coinciden los cuatro Evangelios en decir que era hombre notable y rico. Según cierta tradición, era un empresario dedicado a la explotación de minas y decurión del Imperio Romano.
José había sido discípulo de Jesús pero, según el evangelista Juan, lo fue en secreto “por temor”. Al anochecer del día en que Jesús fue crucificado y abandonado por todos, este seguidor oculto del Maestro “tuvo la audacia”, así dice Lucas, de acercarse a Pilatos, el gobernador romano, y pedirle que le entregue el cuerpo del condenado para sepultarlo en una tumba de su propiedad, como en efecto lo hizo. Al principio seguramente temía por sus negocios, por su posición y hasta por su vida, pero en el momento supremo, cuando todos “permanecían a distancia”, no le da miedo dar la cara y poner en evidencia su compromiso con sus ideas.
Esta historia evangélica puede servir de inspiración a los empresarios y directivos de medios de comunicación, a los empresarios en general, en fin a todos aquellos que hasta el momento, en guardia de sus intereses, de su posición y de sus bienes, han preferido un “perfil bajo”, es decir, han callado ante el progresivo recorte de las libertades ciudadanas. Han sido realmente escasas las voces que se han levantado determinadas, por cierto que han sido excepciones conspicuas y brillantes, pero la mayoría ha preferido el silencio, con la ilusa esperanza de que los dejen en paz.
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En el momento de la crucifixión de la libertad de expresión, ya no cabe más ocultamiento: hay que ir ante Pilatos y exigirle que nos entregue el cuerpo de nuestras libertades. Este es el gran momento, la madre de todas las batallas se dará en torno a la ley mordaza, con la que se pretende restringir la libertad de expresión. Si logran aherrojarnos con esa cadena, todo puede darse por perdido. Porque la esencia de la democracia es la libertad de expresión. ¿Qué sentido tienen las elecciones si todos los candidatos no tienen posibilidad de expresar sus ideas y si el pueblo no puede conocer sus propuestas? ¿De qué libertad de cultos se puede hablar, si no hay posibilidad de expresar los puntos de vista en el campo religioso? ¿Puede existir libertad de comercio, si está prohibido anunciar las ventajas de un producto? Y así… ejemplos infinitos.
Entonces ha llegado el tiempo de decidir si vamos a actuar como José de Arimatea, sabiendo que para valer hay que tener valor, “tener la audacia” de decir que no. O vamos a tomar la otra opción, la de Judas, que hizo algo peor que traicionar: se traicionó. Los que escojan esa vía tienen un final garantizado: morir destripados en el Acéldama de su propia ignominia.