Después de 25 temporadas en la primera división, acaba de anunciar su retiro definitivo como futbolista el exquisito arquero colombo-argentino Carlos Navarro Montoya, el Mono para el universo fútbol. Un ortodoxo del puesto, amante de las salidas tipo René Higuita.

Cuando aún el reglamento no exigía al guardameta jugar tanto con los pies como ahora, se adelantaba hasta diez,  quince metros después de su área. Como su padre, Ricardo, quien tapó en Atlético Nacional,  el Mono fue un escrupuloso de los tres palos, atajó con el manual bajo el brazo, concepto puro, nada de arrojarse porque sí, pensar la jugada, anticiparla para evitar la situación de gol antes que evitar el gol. Un arquero de escuela técnica, no un volador tipo Fillol o Casillas. Aunque todo va en la eficacia, el mejor es el que más gravita para impedir la caída de su valla. Lo demás son preferencias.

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En la línea estilística de Hugo Gatti, su ídolo, le tocó debutar en Boca reemplazándolo. Y se quedó con el puesto. De veterano ya, los hinchas de Independiente tuvimos la fortuna de disfrutarlo en nuestro arco. Un arquero de raza.

En octubre de 1995, en el apogeo de Navarro Montoya en Boca, reapareció Diego Maradona con la camiseta azul y oro después de catorce años. Despertó una expectativa inusual y decidimos ir con mi esposa y mi hijo menor, entonces con 3 años. Un error gigantesco, luego lo veríamos. Los mayores, fanáticos de Independiente, rechazaron la idea de plano.

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Una multitud desacostumbrada se congregó en La Bombonera, si es que se puede decir "desacostumbrada" tratándose de Boca. Llegaron hinchas de todas partes. Nos acompañaron dos amigos que vinieron expresamente de Estados Unidos, boquenses ellos. Boca enfrentaba a Colón de Santa Fe por el campeonato; partido en apariencia accesible.

No es sencillo describir la euforia xeneize de aquella tarde. Una auténtica nube de papelitos y un rugido atronador saludó la salida de Boca y al instante estalló el "Maradoooo. Maradoooo.". Se me ocurre pensar en el temple de los futbolistas de Colón para jugar como lo hicieron, concentrados, herméticos al ensordecedor carnaval que los rodeaba.

Boca atacó desde el pitazo inicial. Sin claridad, aunque sin descanso. Fue un martilleo incesante con poquísimas ideas, lo que beneficiaba la heroica defensa de colonista. Se jugó todo el tiempo en campo de Colón y en su afán de colaborar de algún modo en la ofensiva, Navarro Montoya actuó más adelantado que nunca. Se pasó buena parte de la tarde casi en la media cancha. Capturaba algunos rechazos rojinegros y los devolvía a manera de centros.

Boca machacaba, pero el gol no llegaba. El estadio era una olla a punto de explotar, para hablar con la persona de al lado uno debía gritar y aun así no se oía bien. Nunca antes o después viví algo igual. A esas alturas, la gente ya no quería ver una genialidad de Maradona, ansiaba un gol de penal, de cabeza, en contra o como sea. Así se llegó a los minutos finales con el tozudo empate a cero.

A poco de cumplir 3 años, Walter, nuestro hijo, parecía en otro mundo. Él, abstraído del loquero de la multitud, solo miraba al arquero auriazul y le pedía, casi en susurros: Mono, volvé al arco... volvé al arco, Mono". ¡Cómo son los niños! El estadio era un volcán y le musitaba al Mono. Tenía una angustiante preocupación de que le metieran un gol, aunque Boca atacaba sin dar respiro y el juego estaba lejos del uno local. Una y otra vez le imploraba: "Volvé al arco, Mono". Como si supiera de fútbol, como si pudiera escucharlo, como si lo conociera de toda la vida, con 2 años y 11 meses.

En el último minuto, el centro número mil decantó en el gol de Boca Juniors, que así ganó 1-0 para que la tarde boquense fuera redonda.

Volvimos a casa y nadie podía parar su relato emocionado, atropellado de esa tarde que equivalía a dos horas seguidas de estar subido en la montaña rusa. Estaba fascinado. Lo notable es que, pese ser tan pequeño, era consciente de que lo que estaba sintiendo no concordaba con el sentir del resto de la familia, sobre todo de sus hermanos. Él hablaba efusivamente de Boca y de todo lo vivido en la cancha, aunque no decía "soy de Boca". Se cuidaba. Pero estaba claro que había sucedido lo peor, lo más temido: se había hecho hincha de Boca.

Allí empezó una lucha terrible, la de volverlo al independientismo. Una tarea ruin en la que abundaron todas las concesiones posibles, desde comprarle todo el equipito completo de Independiente nuevo y los alfajores "Dieguito" hasta llevarlo cada tarde a la calesita y darle todos los gustos a cambio de que dijera de nuevo que era hincha de Independiente.

Lo logramos. Volvió. Aunque fue titánico. Aquel flechazo instantáneo lo habían logrado la pasión boquense y el estilo audaz y seductor del Mono Navarro Montoya.