Cecilia Ansaldo Briones
Así, como hoy escribimos PH. D. o cualquier otro agregado a nuestro nombre que ostente los méritos de un esfuerzo profesional, llevó Garcilaso de la Vega el apelativo que lo identificaba como miembro de la familia real del destronado poder incásico. Y lo llevó viviendo en España, en medio de habitantes hostiles a cualquier “marca” que proviniera de ese mundo nuevo, mitificado y deformado por los recientes testimonios de la conquista.
Mucho se ha escrito sobre este mestizo extraordinario, pero lo cierto es que se lo desconoce. Ahora, que se cumplen los cuatrocientos años de la publicación de su monumental crónica Comentarios reales, emerge la actitud de hacerle justicia a su legado reconociendo que dio el primer paso en la necesidad de contar la historia de la conquista desde el punto de vista de los vencidos. La Crónica de Indias –que llegó a convertirse en un género literario en sí, a costa de dar testimonios agrandados y retocados por la fantasía de quienes querían quedar bien con las autoridades de la península (léase, los cronistas españoles)–, fue su elección.
Quien nació como Gómez Suárez de Figueroa en el Cuzco, a cercanísima fecha del ingreso español en el Incario y murió el mismo año que Cervantes (y es integrado a la recordación triple, junto con Shakespeare, cada 23 de abril) se convirtió en Garcilaso de la Vega por efecto de los nombres de su padre, conquistador que jamás regresó a su tierra. Los derechos adquiridos por vía materna –su madre fue palla de la familia real– le permitieron utilizar el nombre Inca.
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Leer hoy los Comentarios reales, la crónica que ocupó todos los años de su madurez y que abordó con confesada humildad (su único mérito parecía ser que hablaba quechua y por tanto entendía mejor que sus colegas españoles, los nombres y referencias que ellos habían confundido), podría aclarar algunos malentendidos patrioteros. Garcilaso buscó el equilibrio, siendo justo: planteó el desarrollo del hombre social y del hombre moral bajo premisas de la razón y de la armonía con la naturaleza. Pero jamás descuidó demostrar que el Incario gozaba de toda una cultura de magno desarrollo al momento en que España impulso, a fuego y látigo, fe, idioma y estructura política.
Cuando mis alumnos universitarios estudian a Garcilaso lo reciben con sorpresa. Llama la atención primero su circunstancia personal de excepción, la no resuelta tensión entre la hispanidad que le lega su padre frente a los tesoros de memoria de sus mayores por vía materna, y frente al conflicto interior del “primer mestizo de nombre conocido”, revisan sus propias luchas interiores. El habitante de América Latina todavía no ha resuelto su ambigua condición de persona de dos mundos (en tiempos globales, de muchos más).
Los prejuicios raciales y de clase sobreviven encubiertos en una aparente democratización que estalla al instante en que se repara en los signos externos de nuestro presente consumista y separatista. Todavía la palabra “cholo” señala las distancias. Y elementos como marcas de productos, lugares de diversión al alcance o vedados, el carro propio o el uso de transporte público son parte de los códigos de inclusión o exclusión en los grupos de jóvenes. El Inca Garcilaso, en el presente, habría sido rechazado por cholo, por su vestuario que tendría algún rezago quechua, por su pertenencia a una clase reducida y necesitada.