Es de noche en una ciudadela cerrada y con altas medidas de seguridad en las cercanías de Guayaquil. Un hombre se despierta casi a la madrugada al sentir que le golpean el rostro. Un delincuente le apunta con una ametralladora. Le advierte que su esposa y sus hijos ya han sido sometidos y que otros delincuentes se han apoderado de tres casas vecinas. Luego de encerrar a todos en una habitación, los criminales se dedican durante hora y media a recoger el dinero, joyas y artefactos eléctricos que encuentran.

Han pasado menos de doce horas desde el incidente anterior. Otro hombre, un taxista, recorre con su vehículo un barrio suburbano. Dos adolescentes lo detienen para solicitarle una carrera, pero casi enseguida lo apuntan con un arma. El taxista, quizás nervioso, quizás creyendo que así podría salvarse, estrella el vehículo contra una pared. Entonces los dos hampones le disparan, lo matan y huyen con la mascarilla del equipo de sonido que venderán por unos pocos dólares.

Ambas historias ocurrieron esta semana. El crimen no distingue entre ricos y pobres. Ambos están a merced suyo en el Guayaquil de hoy.