La luna está bien alta, la noche reina con su silencio y entra la brisa fresca del mar. Treinta y cinco colchones en el suelo, uno pegado al otro, acunan un mismo sueño de gloria, de multitudes aclamando un gol, una victoria épica. Y un mañana próspero. No hay despertadores, pero por la mañana llega puntual el grito tipo sargento del profe: “¡Arriba los corazones…! ¡A trabajar…!”. Primero, el ritual del mate amargo, luego a la playa, a correr 5 kilómetros en la arena de la costa de oro uruguaya. Por la tarde vendrán las tareas con pelota en la modestísima cancha del club Tabaré, amarillenta y reseca por catorce meses sin lluvias.

La muchachada de Villa Española acomete una pretemporada diferente a la de todos los equipos  de primera división del mundo. No hay hoteles cinco estrellas, ni centros de entrenamiento, ni estudios antropométricos, ni médicos nutricionistas. Tampoco conferencias de prensa, claro.
¿Refuerzos…? Esto es la humildad en su estado más puro. Hay yacimientos de humildad.

Publicidad

Como las nieves del Himalaya, las glorias eternas del fútbol uruguayo animan el espíritu, retemplan el carácter, impulsan la fuerza interior para dejar todo en cada abdominal, en cada pique. Villa Española es uno de esos deliciosos cuadritos montevideanos que son un escudo, una canchita pelada, un montón de ilusión y alguna gloria antigua. Todos tienen un Nasazzi, un Andrade, un Obdulio en su árbol genealógico.

Villa Española, camiseta roja igual que la de la Madre Patria, ascendió a primera a mediados del 2008. Sus ingresos son mínimos: 7.000 dólares mensuales que da la televisión y un sponsor que proporciona la indumentaria y 4.000 dólares anuales. Poco más. “El aporte de los socios es ínfimo y las recaudaciones son mínimas, en casi todos los partidos tenemos déficit”, cuenta Alí Pizzi, el joven presidente y almacenero del barrio. “Esperamos todo el año el partido de local contra Peñarol y con Nacional para ver si nos queda algo”, agrega.

Publicidad

Alí es presidente y cocinero del plantel en esta atípica pretemporada. Va de compras a la mañana y prepara el almuerzo y la cena. El día de la entrevista hizo churrascos. ¿Y el almacén?, preguntamos. “Lo atiende mi señora. Me quiere matar porque me la paso todo el tiempo con el equipo”, sonríe. Se trajo con él a Yamil, su hijo de 12 años, quien oficia de utilero. El botija, feliz de la vida, le lustra los botines a los jugadores.

Es imposible enfrentar un torneo de primera en un fútbol duro como el charrúa sin pretemporada. Falta dinero, pero el entusiasmo vence por goleada a la escasez. Un amigo del barrio consiguió el préstamo, por unos días, de las instalaciones del club Tabaré de Piriápolis, bonito balneario en la costa atlántica. Club de pueblo, no le sobra nada a Tabaré. El único salón sirve de dormitorio general y en cualquier rincón se arman las mesas. Cada futbolista llevó su colchón, sábanas, plato y cubiertos. Ellos mismos ponen la mesa y lavan los platos.

“Esta es la realidad del fútbol uruguayo, un medio más barrial que profesional”, señala Eduardo Cardozo, amigo de los dirigentes que va de visita y arrima unos kilos de carne hoy, algo de fruta mañana. “Nacional y Peñarol van a hoteles buenos, pero no es lo real, porque deben 9 y 12 millones de dólares. Acá, salvo Danubio y Defensor, que transfirieron varios jugadores, están todos con deudas”.

Los muchachos de Villa Española cobran entre 400 y 900 dólares al mes. El presupuesto del club era de 25.000 dólares mensuales, pero este año deberán bajarlo entre el 40% y el 50% informa el presidente. ¿Cómo harán…? ¿Por qué tomó esta responsabilidad? “Por amor, soy del barrio y si no lo hacía, desaparecía el club”, justifica Alí.

Luis Duarte, 41 años, un ex goleador que jugó en varios clubes chicos y también en Perú, es el director técnico. “¿Cómo se arregla, Luis? “Con una cancha y una pelota cada dos jugadores me alcanza. La predisposición es excelente, esto es como una familia y el objetivo, muy simple: tratar de salvarnos del descenso y que cuatro o cinco jugadores se puedan ir al exterior, así con lo que ellos dejan estén mejor los que quedan”.

Serafín García, 33 años, es el ilustre del grupo. Jugó en Peñarol y en tres clubes argentinos: Chacarita, Gimnasia y Lanús. Conoció mundo con el legendario cuadro aurinegro. “Yo estoy feliz, esto es como una aventura, muy lindo”, dice.

Unos juegan a los naipes acá, otros se entretienen con la única mesa de billar allá, alguien se trajo una computadora, cinco o seis sacan unas sillas a la vereda y matean, charlan en la quietud de la calle. En el fondo, todos están en lo mismo: jugando por un sueño.

El sueño se cortó el viernes pasado: llegado el plazo, Villa Española no pudo pagar los sueldos y fue descendido.