La luna está bien alta, la noche reina con su silencio y entra la brisa fresca del mar. Treinta y cinco colchones en el suelo, uno pegado al otro, acunan un mismo sueño de gloria, de multitudes aclamando un gol, una victoria épica. Y un mañana próspero. No hay despertadores, pero por la mañana llega puntual el grito tipo sargento del profe: “¡Arriba los corazones…! ¡A trabajar…!”. Primero, el ritual del mate amargo, luego a la playa, a correr 5 kilómetros en la arena de la costa de oro uruguaya. Por la tarde vendrán las tareas con pelota en la modestísima cancha del club Tabaré, amarillenta y reseca por catorce meses sin lluvias.