Cecilia Ansaldo Briones
En tiempos malos una aprende a encontrar motivos de alegría en lo aparentemente nimio. “Una hoja cae, algo pasa volando”, decía un poeta para revelar los sentidos que puede tener lo aparentemente insignificante. Yo lo aplico respecto de aquello que puede pasar inadvertido y tiene su lado placentero.
Tal vez esta idea no sea apropiada para quien lidia con amor en el ruedo de la lengua española, pero sí para quien la usa como mero instrumento comunicador. Para quien no ha descubierto todavía el júbilo que puede brotar de hacer conciencia de los colores y sabores que tienen las palabras y su versátil fluidez bajo la batuta de los usos solventes y originales. Y doy dos ejemplos de mis propios regodeos experimentales al vuelo de los días, entre los habituales trajines profesionales o al resguardo de los disturbios en el indispensable momento de lectura diaria.
El primero viene de estar suscrita, a través de internet, a un programa que me envía con frecuencia –pese al título, no cotidianamente– ‘la palabra del día’: por esa vía he aprendido, entre el saber lato y la aplicación ingeniosa, origen y matices de montones de palabras. Para muestra, un botón (decía el dicho): respecto de la palabra testarudo, “muchos creen que es una palabra compuesta por ‘testa’ (cabeza) y ‘rudo’ o por ‘testa’ y ‘duro’ y, de hecho, en el habla popular cubana no es raro oír ‘testaduro’. El vocablo proviene del antiguo tiesta (cabeza), más un sufijo que está presente en numerosas palabras catalanas. En la formación de testarudo cuenta también la influencia de una de las acepciones de atestar: ‘llenar una cosa hueca apretando lo que se mete en ella’. Y con el tiempo, tal vez por la obstinación que se puede asociar al hecho de tener que apretar lo que se mete para lograr que entre en el recipiente, ‘atestar’ pasó a significar también ‘obstinarse’”. Por eso Sancho Panza se confiesa tal cuando asegura provenir de una familia que “cuando dice nones es nones aunque sean pares”. Como con este adjetivo, se podrían explicar casi todas las palabras de la lengua española. Así, ¿cómo olvidar sus preciosas posibilidades de empleo?
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Sin acusar la erudición que solo puede brotar de investigadores y especialistas, el rostro multiforme de las palabras reside en la explotación creativa que emprenden las plumas geniales. Un regreso gozoso al estilo de García Márquez me hace recordar que los cadáveres pueden tener “una rara coloración solferina”, que la súbita comprensión de una idea se presenta como “una deflagración celestial”, que una persona que elabora figuritas de papel es una “cocotóloga”, que lo que se hace con la intermitencia del tartamudeo es “cancanear”. La lista podría ser larguísima, y esto solo a base de una de las novelas del gran colombiano.
Leyendo literatura he aprendido tanto del idioma como estudiando gramática. Los lingüistas me objetarán que privilegio la lengua escrita sobre la oral, que la faz viva del idioma es la que se cuaja en la matriz de los pueblos. Es cierto. Sin embargo, las creaciones y los hallazgos populares se estabilizan y son útiles cuando la necesidad las instala en la memoria de los hablantes y en las entrañas del Diccionario. Es decir, cuando ese maestro que es el uso las pasa por el filtro del tiempo y de las conciencias de los millones de afortunados que parlamos el gustoso español.