Cecilia Ansaldo Briones
Entre la telaraña de la información de cualquier bachiller, así como entre los recuerdos de mis primeras lecturas, se cuela esta frase cuya presencia siempre se asocia a lo insistente e implacable. No suena una vez, sino muchas; no anuncia venturas, sino finitud. El hombre que la dejara como emblema de la condición humana, nació hace doscientos años y se llamó Edgar Allan Poe.

¿Vale la pena recordar su legado literario? ¿Se trata acaso de otro aniversario más que ingresa a dominar el horizonte de alusiones culturales durante un año? Lo uno y lo otro. Si bien se han puesto de moda las fechas cerradas de recordación, también es cierto que son oportunidades de oro para dirigir la mirada a autores injustamente barridos por el olvido. Con Poe no pasa eso: sus Narraciones extraordinarias tienen permanentes lectores. Él abrió el mundo del misterio y el terror y lo instaló en el corazón de la literatura, salvando para esos temas un aura respetable y prestigiosa.

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No hay duda de que se escribe desde la existencia personal. Poe fue un hombre atormentado por conceptos pesimistas sobre la vida, dificultades económicas y una gradual caída en el alcoholismo que se agravó cuando perdió a su esposa adolescente. Se entiende que su imaginación bordeara los territorios de sombra e indefinición, donde la muerte parecía adelantarse en estados de catalepsia, en enfermedades que recluían a sus personajes en casas tenebrosas y tumbas prematuras.

Desde El hundimiento de la casa de Usher, El foso y el péndulo, El gato negro y otras ficciones, Poe nos entrega metáforas sobre nuestra inevitable caída en la vejez y en la muerte. Elige heroínas esbeltas y pálidas, detenidas en una belleza frágil y afligida, para hacer más evidente el débil hilo que enlaza la condición vital y enérgica de la vida con la siempre amenazante aureola de la muerte. Sus Berenice, Ligeia, Madeleine son fantasmas de felicidad, atisbos de un amor que jamás se logra, mariposas de efímera existencia atraídas irremediablemente por el fuego de la consunción. La huida de esas mujeres nunca parece tener una excusa. En uno de sus poemas más famosos queda inscrita la indeleble vocación: “Un gélido viento vino de una nube y yo sentí /congelarse entre mis brazos a mi bella Annabel Lee”.

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Hubo un Poe que cruzó dos veces memorables el Atlántico en la figura de sus obras. Durante su vida, en París, otro herido como él por los extraños e inubicables males del existir, Charles Baudelaire, se conectó con el lenguaje revelador de sus poemas y lo tradujo al francés. En el siglo XX, Julio Cortázar, también habitante de París, hizo la traducción que la mayoría de los hispanohablantes leemos en nuestros días.

No todo fue negro en la literatura de Poe. Los crímenes de la calle Morgue es un cuento inaugurador del género detectivesco y de un personaje que anuncia a muchos de los grandes investigadores que vendrían después, y su Teoría de la composición, una poética de la obra compacta y sugerente que vale para entender las habilidades condensadas de un poema o en un cuento.

Pero en el poema El cuervo se concentra la representatividad del autor norteamericano, ya sea porque le trajo fama y reconocimiento mientras lo declamó y publicó a sus coetáneos, ya porque contiene la más constante lección de un sabio pesimista del pasado: es inútil luchar contra lo irremediable. Que cada uno identifique sus batallas perdidas.