Cecilia Ansaldo Briones
La seducción que ejercen los concursos literarios queda comprobada, cuando un escritor tan prolífico y de campos no literarios participa en uno. Y lo gana. Se trata en esta ocasión del ubicuo Fernando Savater que ha confesado que en literatura se propone: “…divertir y procuraré divertirte a ti”. Y cuando el triunfo le representa un pellizco de 600.100 euros qué mejor consecuencia al hecho de escribir por diversión. La desmesura de la circunstancia de la que brota la novela premiada, me ha velado un poco lo que me toca de entretenimiento como lectora.
La hermandad de la buena suerte supone la segunda incursión del autor en las lides del premio más sustancioso de España. En 1993 intervino con El jardín de las dudas y llegó a finalista. No creo que a Savater le hayan preocupado las sospechas que llevaron a un escritor tan respetable como Juan Marsé (recentísimo Premio Cervantes), a renunciar de su condición de miembro de jurado en el 2005.
El filósofo cuenta una historia interesante ocurrida entre los entretelones del mundo hípico. Creo que cualquier lector culto la encontrará entretenida, inteligente, regularmente construida. Pero nada más. Una novela digna de los gustos poco exigentes de nuestro tiempo. O de los consumos masivos, esos que quieren un libro para largos trayectos de viaje. Tiene algunos méritos de construcción como un conjunto de voces narrativas que van ampliando la red de los acontecimientos desde sus complicaciones personales: un intelectual mediocre que no ha podido terminar su tesis doctoral (que para estar a la altura de la visibilidad de nuestros días, es gay), un científico perturbado que dialoga con su esposa muerta, narradores en singular o plural que nos empujan estratégicamente hacia un final que resolverá la disquisición central de la historia: la existencia de un azar “insobornable y automático” que “ocurre” en cada momento y que cuando es a favor de las personas, puede llamarse “buena suerte”.
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De hecho hay personajes atractivos en su perfil interior –máquinas mercenarias, ludópatas enanos, magnates obsesionados por los caballos– pero la mayoría de ellos, toma la palabra y echa discursos eruditos. Ensartados en coloquialismos españoles (¡quién de los hispanohablantes dice “volver a por ellos” sino solo los hijos de la madre patria!), es decir, reconociéndoles el mérito de la espontaneidad leemos parrafadas sobre la felicidad, el amor y hasta la síntesis de la teoría de Jared Diamond, el cientista que explicó las diferencias de desarrollo de las civilizaciones (por si acaso, fui a Google y el señor y su libros son reales). La decisión literaria es peligrosa. Pone en riesgo la naturalidad y la verosimilitud.
Variados paseos por ciudades –hasta en sueños–, muestra de ambientes múltiples que van desde el restaurante atendido por tenores hasta un barrio miseria de habitantes desmelenados, también cumplen con el gusto contemporáneo de la movilidad de los espacios. A ratos la descripción de los lugares peca de realista (y aclaro que hemos llegado a un desarrollo literario tal que el realismo es un pecado), pero el conjunto se salva por los chispazos originales en vocabulario e imágenes que construye el autor.
Como paralelamente a estas nuevas lecturas, releo a autores del Boom latinoamericano, me sumerjo en una inquietud fundamental por el destino de la novela en español: ya lleva varias décadas estancada o en el testimonio o en el propósito de divertir. ¿Cuándo va a buscar nuevos derroteros?