El trabajo cada vez se parece más a una caja de Skinner. Una caja de Skinner es una cámara de condicionamiento operante o, en otras palabras, una jaula que de forma automática entrena a un animal de laboratorio para que asocie luces y palancas con premios y castigos.

La inventó el psicólogo experimental B. F. Skinner, en la década de 1950 para estudiar el aprendizaje.

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Se enciende una luz verde, o el animal empuja la palanca derecha, y se lo premia con comida. Pero algunas cámaras de condicionamiento operante tenían el piso electrificado: se enciende una luz roja y… ¡zas!

Una rata no necesita mucho tiempo para determinar a qué luz corresponde la descarga y cuál está acompañada de comida.

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Todos los animales, incluidos nosotros, establecen esas asociaciones con rapidez. Muy pronto ni siquiera necesitamos la luz. La mera visión de la jaula puede sumirnos en un estado de apoplejía.

Si bien el trabajo no es una jaula electrificada, creo que preferiría una breve descarga eléctrica a los shocks intermitentes de las retracciones diarias del mercado o los sucesivos recortes de personal.

Todas las personas que conozco están asustadas. El temor de los trabajadores se generalizó y abarca el empleo y todo lo relacionado con trabajo y dinero. Estamos atrapados en un ciclo en el que tenemos tanto miedo a perder el empleo, o los ahorros, que el temor domina nuestro cerebro. Si bien el miedo es un impulso profundo de autoconservación, hace que nos resulte imposible concentrarnos en nada que no sea salvarnos.

Nada bueno puede derivar de esa forma de tomar decisiones. Cuando más necesitamos ideas nuevas, todos están paralizados de miedo y tratan de evitar perder lo que les queda.

Soy neuroeconomista, lo que significa que uso tecnología de diagnóstico cerebral para decodificar la forma en que las personas toman decisiones. Con mis colegas hicimos un experimento con nuestra versión de caja de Skinner.

En lugar de en una caja, los participantes se encontraban en un aparato de resonancia magnética por imágenes. En lugar de usar un piso electrificado, les colocamos electrodos en los pies. Si bien no eran muy dolorosas, las descargas eran lo suficientemente desagradables como para que la persona prefiriera evitarlas.

El punto central del experimento era que las personas tuvieran que esperar las descargas.

Cada prueba empezaba con el anuncio de la fuerza que tendría la descarga y cuánto tiempo tendrían que esperarla: entre 1 y 30 segundos.

Para muchos la espera fue peor que la descarga. Cuando se les dio la posibilidad de elegir, casi todos eligieron acelerar la descarga en lugar de tener que esperar.

A casi un tercio la demora le produjo tanto miedo que optaron por recibir una descarga mayor de inmediato que una menor más tarde. Suena ilógico, pero el miedo –ya sea al dolor o a perder un empleo-nos lleva a hacer cosas extrañas a la hora de tomar decisiones.

Algunos dieron muestras de un fuerte condicionamiento al miedo, lo que se demostró en la utilización de recursos neurológicos para abordar la inminente descarga. La mayor parte de esa actividad ocurrió en las zonas del cerebro que procesan el dolor. Tiene sentido, pero la actividad comenzó mucho antes de la descarga.

Toda esa preocupación insume energía, de modo que los que experimentaron una aguda reacción contaron con menos energía de procesamiento neurológico para otras tareas.

Las mismas zonas del cerebro que observamos en el experimento también están activas cuando la gente tiene que vender algo a lo que siente apego. La implicación es que cuando el cerebro siente dolor o anticipa una pérdida tendemos a aferrarnos a lo que tenemos.

Cuando todos hacen eso al mismo tiempo, el resultado es una espiral económica descendente.

La neurociencia nos dice que cuando el sistema de miedo del cerebro está activo, la actividad exploratoria y la toma de riesgo quedan anuladas. La prioridad, entonces, es neutralizar ese sistema.

Eso significa no difundir temores. Significa evitar a la gente excesivamente pesimista respecto de la economía. Significa alejarse de los medios que echan leña al fuego. Significa estar preparados, pero no hipervigilantes.