“Sólo ganamos la guerra”, dice el comandante Che Guevara cuando ya han transcurrido dos horas de la película que lleva su memorable sobrenombre, Che. “La revolución empieza ahora”.
Pero no en esta película. El ambicioso largometraje de Steven Soderbergh consta de 2 partes (cada una dura 131 minutos). La primera se desarrolla en Cuba, donde Guevara ayudó a Fidel Castro a derrocar al dictador Fulgencio Batista en una larga campaña de guerrillas que finalizó en diciembre de 1958; la segunda tiene lugar en Bolivia, adonde fue Guevara en 1966 para iniciar una revolución que él esperaba que se extendiera a toda Latinoamérica (él era argentino de nacimiento), y donde moriría un año más tarde. Lo que falta en la película es la verdadera revolución cuyo comienzo él había anunciado.
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Es un poco raro, pero, en cierto modo, no sorprende porque las películas sobre revoluciones tienden a centrarse en la lucha y a ignorar el asunto más tedioso, y con frecuencia más triste, del hecho de gobernar de una forma revolucionaria.
La frase de Guevara “La revolución empieza ahora” es algo que él dijo, y era suficientemente emotiva como para ser parafraseada por un insurgente argelino en el clásico de Gillo Pontecorvo de 1966 La batalla de Argel. “Empezar una revolución es muy duro, mantenerla lo es incluso más, y lo más duro de todo es ganarla”, dice uno de los líderes más intelectuales de los militantes en la película. “Pero sólo después, una vez que hemos ganado, empiezan las verdaderas dificultades”.
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Tanto Guevara como el norteafricano tienen, por supuesto, toda la razón: lo que sucede después de haber ganado las batallas es de hecho la parte más difícil del extraño e inherentemente improvisado proceso de la revolución, tan complicado que muchos líderes, Castro entre ellos, sólo consiguen mantenerse en el poder declarando una especie de estado eterno de revolución. Y como la estrategia no resulta demasiado satisfactoria ni desde el punto de vista dramático ni desde el humano, el cine raramente ha mostrado demasiado interés en la dinámica interna de los gobiernos revolucionarios.
Pero curiosamente, el vilipendiado ¡Che! de Richard Fleischer (1969), con sus ridículos signos de exclamación, por lo menos intenta reflejar los primeros años del régimen de Castro, examinar la peculiar relación entre el líder máximo, Fidel, y el ideológicamente intransigente Che, e incluso reconocer la complicidad de Guevara en la orgía de ejecuciones que acompañaron a la ascensión del nuevo gobierno.
Naturalmente, nunca se ve nada de ese tipo en películas rodadas con el apoyo de los propios regímenes revolucionarios, para los cuales el arte existe con el exclusivo fin de perpetuar la mitología heroica de la lucha (permanente). Eso ha sido tan cierto en el caso de Cuba durante el último medio siglo como también lo fue en el de la Unión Soviética en los setenta y tantos años transcurridos entre la revolución bolchevique y la pe-restroika, aunque los primeros directores de cine soviéticos hicieron un trabajo mucho mejor para convertir su causa en mitología.
Las dos primeras películas de Sergei Eisenstein, La huelga (1924) y El acorazado Potemkin (1925) son, a pesar de su burda propaganda, muy emocionantes cinematográficamente hablando, llenas de elocuentes composiciones y con una edición muy creativa. La Cuba de Castro nunca disfrutó de ese tipo de renacimiento cinematográfico.
No hay prácticamente nada de valor que se pueda aprender de las películas cubanas de los últimos 50 años, la mayoría de las cuales siguen la estética estalinista del realismo social, como si la imaginación artística fuese de alguna forma amenazadora para la revolución, una indecorosa y peligrosa forma de competencia.
Ése probablemente habría sido el caso de la Revolución Francesa, si el cine se hubiera inventado a tiempo para que los Robespierre de entonces cortaran las cabezas de los autores molestos.