Son los encargados de poner el orden en los cielos y de asignar las rutas a cada vuelo para evitar que los aviones choquen. La voz del piloto de Aerogal retumba a través de un radio en el Centro de Control de Área. Pide autorización para descender a 3.000 pies y coordenadas para acercarse al aterrizaje. Del otro lado, el controlador aéreo pide su identificación, lo ubica en la pantalla y empieza a dar indicaciones: códigos, niveles de vuelos, giros hacia la izquierda o derecha, velocidades hasta situarlo en dirección a la pista del aeropuerto José Joaquín de Olmedo.No es el único. Otros cuatro aviones están próximos a aterrizar y sus pilotos desde el aire piden indicaciones. Con una habilidad y concentración a prueba de presiones extremas, los controladores los ordenan –casi por turnos– y les dan instrucciones para que aterricen uno después de otro. Puede que jamás se percate de ello, pero cuando aborda un vuelo nacional –de Quito a Guayaquil, por ejemplo– necesita, además del piloto y la tripulación, siete de estos especialistas para despegar y llegar con éxito a su destino. Los controladores de tránsito aéreo pasan inadvertidos para los pasajeros, pero sus vidas dependen a diario de ellos: son los ojos de los pilotos y los encargados de imponer el orden en las pistas aéreas para evitar un choque de aviones. No es una profesión muy conocida ni tradicional. En Guayaquil hay 75 controladores aéreos y en el país, 200, dice Darwin Suárez, presidente de la Asociación de Controladores Aéreos del Guayas. También se han sumado mujeres y hoy hay 12 especialistas de tránsito aéreo. Suárez lleva quince años en el oficio. Se formó, como todo aquel que aspira a ser un controlador, en el Instituto Superior Tecnológico de Aviación Civil (Instac). El curso dura dos años y se obtiene el título de tecnólogo, pero para ingresar es necesario aprobar un examen de conocimientos generales, física e inglés. “Los controladores pasan instrucción teórica y práctica en simuladores, donde se recrean vuelos de emergencia y se pone a prueba la presión del trabajo. Pasa de todo y ahí se prueba al controlador, si sirve o no”, cuenta él. Luego van a los aeropuertos, donde experimentan con tránsito real. Ahí la labor es intenso y se divide en dos espacios diferentes: la Torre de Control y en el Centro de Control de Área. En ambos trabajan controladores, pero en diferentes facetas, que van desde dar autorizaciones para encender una aeronave y movilizarla desde el hangar a la pista hasta las indicaciones para despegue y aterrizaje. En la Torre de Control, explica su jefe, Marco Mejía, la función es mantener y separar el tránsito dentro del aeropuerto y cinco millas alrededor. En ese espacio confluyen los aviones que van llegando para aterrizar y otros que piden autorización para despegar o movilizarse por la calle de rodaje. “Se les pone en orden para que vayan llegando de uno en uno, hasta tanto los aviones pueden estar dando vueltas hasta que le toque”, cuenta Darwin Suárez. En el Centro de Control de Área, ubicado en la av. de Las Américas, en el edificio de los Servicios para la Navegación Aérea, otros controladores se encargan del orden en el aire, en el llamado control de aproximación (que abarca de 5 a 40 millas a la redonda). Ahí es posible asignar los diferentes niveles de altitud, guiar a las aeronaves que llegan y salen de Guayaquil para tomar pista o ruta de destino. Cuando los aviones pasan el límite de las 40 millas, su seguimiento pasa a los controladores de área, que vigilan el espacio aéreo ecuatoriano, pero segmentan su trabajo en tráfico nacional e internacional. Estos últimos enfrentan mayor flujo de comunicación con los pilotos, pues deben dar autorizaciones a aviones que están solo de paso por el cielo ecuatoriano. Por eso un vuelo internacional, según las distancias, requiere de una docena de controladores. En el destino Guayaquil-Miami, por ejemplo, intervienen once porque se cruza el espacio aéreo de Colombia, Panamá, Cuba y EE.UU. La aproximación, explica Mejía, con 26 años como controlador, se proporciona basada en radares. Además, todo queda registrado en las llamadas fajas de progreso de vuelo, que se alimentan de datos cada vez que se da una instrucción al piloto y son un respaldo en caso de que se produzca una falla en el equipo. Debido a la presión de su trabajo, los controladores –que el 20 de octubre conmemoraron su día clásico– trabajan en turno de seis horas. La tarea se torna más compleja, dice Sánchez, en las mañanas, que es cuando más vuelos hay o cuando se cierra algún aeropuerto del país. Ahí las voces de los pilotos retumban con más intensidad a través de las radios en búsqueda de una instrucción que les permita llegar con alas firmes. (K.V.)