De niño fue pastor de ovejas en su natal Huachi Chico, en Ambato. Más tarde, por su afición a la música, triunfó como arpista y ahora en el suburbio porteño mantiene viva la música del arpa andina.

A las dos de la tarde, el calor azota a Guayaquil. En ese ambiente infernal, suena una hermosa melodía andina que brota del arpa de Julio  Poalasín, quien hace 76 años nació cerca de Ambato. Las uñas de sus dedos acarician las cuerdas y como una bandada de pájaros vuelan los arpegios de  Alma Enamorada, tema compuesto por el músico que en las antiguas portadas de sus discos y en los escenarios nacionales y extranjeros vestía un poncho y alpargatas.

Publicidad

Pero el anterior domingo, otros son los tiempos. Termina de tocar y dice: “No estoy dando conciertos. Peor ahora que entró ese reggaetón”. Sus palabras suenan tristes como si notificaran la muerte del último cóndor.

Algo de historia. Durante la Conquista española, los sacerdotes jesuitas trajeron sus arpas. El instrumento se enraizó en el continente, pero más profundamente en Paraguay y Venezuela, y moderado en Perú, México, Chile, Colombia, Argentina y en nuestra serranía. Acá tomó su propio camino, implantándose como instrumento solista o de acompañamiento en grupos folclóricos.

Publicidad

El arpa es un instrumento de cuerda pulsada compuesto por un marco resonante y una serie de cuerdas tensadas entre la sección inferior y la superior. Existen diversos tipos: arpa clásica, empleada en las orquestas, arpa celta y arpa paraguaya.

El calor es intenso. En San Martín 4411 y la 19, junto a su familia y un puñado de arpas, vive Julio Atahualpa Poalasín. De niño en su natal Huachi Chico cuidaba borregos.

Empezó tocando la hoja de capulí, la quena, el rondador, la guitarra. A los 9 años agarró el arpa y no la soltó jamás. Pero su  padre le prohibía esas expresiones musicales. Cuenta que escondía sus instrumentos en las chagras, pero un día su papá los encontró. Le ordenó arrodillarse para castigarlo a correazos, pues debía aprender un oficio.

De escondido iba a fiestas para escuchar a los músicos. Ante tanta insistencia le regalaron un arpa vieja. A los 11 se presentaba en Ambato, tres años más tarde dio su primer concierto en el teatro Sucre, de Riobamba. Después en Guayaquil, las disqueras lo contrataban. Con rabia recuerda que era discriminado por sus colegas. “Yo era indio y ellos señores de corbata, entonces, ¿cómo iba a compartir el micrófono?”.

Acompañó con el arpa o el acordeón a artistas que jamás hicieron constar su nombre de músico. “Les rogaba que saliera mi nombrecito ahí”. Eran días difíciles. Pero su suerte cambió. Fue reconocido cuando acompañó a Los Embajadores Criollos del Perú, que lo invitaron a grabar con ellos. Firmó contrato con el sello Odeón y grabó como solista Arpa Ecuatoriana, su primer disco.

Después, todo fue ascenso. En Perú lo bautizaron como “Atahualpa” y él lo sumó a su nombre. Comenzaron las giras por América, Europa y Japón. Lo llamaron el Mago del Arpa, el Rey del Folclore de los Andes. Grabó discos: Arpas Andinas, Clásicos del Mundo, Música de los Andes, Arpa Internacional...

Hace más de 30 años se instaló en Nueva York. En el Bronx tenía un taller y enseñaba a tocar el arpa a niños latinos evangelistas. Incluso editó el DVD Clases de arpa. Sin maestro. Sin teoría.

Regresó en el 2004. Instaló un taller de arpas en Argentina y la Novena, por ahora cerrado por cuestiones del invierno. Desea una academia. “Porque el arpa está desapareciendo y el don debemos dejarlo aquí”, justifica.

En el taller elabora cuatro tipos de arpas: para hombre alto y de tamaño normal,  para mujeres y para niños. Los precios van de $ 300 a 600, las más económicas son de cedro y las más caras de palisandro. Los tallados de sus arpas lo realizan artesanos de San Antonio de Ibarra.

A la cinco de la tarde, el calor declina. Julio Atahualpa Poalasín, el Mago del Arpa, interpreta Flores Negras. Es cuando las notas del pasillo vuelan como un cóndor por ese domingo ardiente.