Comenzaba una tarde distinta en mi vida. No me la esperaba, y no estaba preparado. Partí con mi amigo hacia el estadio dispuesto a vivir una intensa tarde de fútbol y emoción. Venía eufórico esperando ver la victoria  de mi equipo que visitaba a su eterno rival. Estuve varias semanas esperando con mucho entusiasmo este encuentro futbolístico.

Siempre había esperado con ansias la celebración del 31 de diciembre, la emoción, el temor, el riesgo que representa utilizar fuegos artificiales; la quema del año viejo, las camaretas y demás, despertaban en mí una sensación de valentía y satisfacción. Nunca analicé lo letal y mortal que resultan estos estúpidos aparatos.

Ya en el estadio, habiendo llegado muy temprano, observé en el pasillo donde me encontraba en suites, a un niño con dos jóvenes acompañantes claramente identificados con los colores de mi equipo; por eso les puse más atención, justamente porque evocaba mis recuerdos de niño tan entusiasmado por ver a mi club jugar; así como me imaginaba a mi hermano de 10 años disfrutando como él esta tarde. Tuve una envidia sana porque me hubiera gustado que él estuviese conmigo, como ese chiquito con su familia.

Publicidad

Antes de comenzar el partido, en mi concepto en ese momento se estaba viviendo una “fiesta”. Las hinchadas coreando el nombre de su plantel favorito, saltando, y muchas veces insultándose unos a otros; eso ya es normal para mí y en el fondo me agrada. Decidí ingresar a la parte interior de la suite por el intenso calor, y fue justo luego de esa acción, que tuve curiosidad en voltear a ver la cancha, cuando observé y escuché que una bengala pasaba a centímetros de mis amigos que aún se encontraban en la parte de afuera. El humo blanco de este artefacto y un color rojo intenso provocó un ambiente terrible; eso era a menos de 10 metros mío. Perdí la tranquilidad. Una confusión abrumó mis sentidos sin saber adónde dirigirme. Después de dar tres vueltas en el mismo lugar, decidí ir hacia la puerta de salida, hacia el pasillo, y fue en ese momento cuando vi a tu hermano cargándote, Carlitos, y a un tumulto de gente consternada. Nunca me voy a olvidar de esa imagen, así como tampoco el instante en que reflexioné lo lindo que es ser un niño, y disfrutar de algo tan simple como el fútbol.

La vida me ha enseñado que nunca estás  preparado para una desgracia, y peor para afrontar algo así. Vi la cara de tu hermana, Carlitos, que lloraba desconsoladamente en el pasillo abrazado por un joven de camiseta blanca con marcas de sangre. Mi confusión y dolor eran tan grandes, que no atinaba a decir nada; solo le pedía a Dios que te salve y que ilumine a los doctores que te iban a ayudar. Hay muchos niños enfermos que padecen de males curables y otros incurables, esto lo he visto de cerca, muchos de ellos viven y son sanados por Dios; es el caso de mi hermano Mateo que pudo sobrellevar su enfermedad con tanto valor. Pero tú, Carlitos, estabas lleno de vida, y ¡cómo te pudo pasar esto!

Desde anteayer pienso distinto, porque ese hecho tocó lo más profundo de mi ser. Por una imprudencia de alguien, por una mala seguridad, se apagó tu vida terrenal, Carlitos, pero estoy seguro de que en el cielo estás más feliz, y pido por tu familia para que pueda reponerse de esta fatalidad, así como le pido a Dios que perdone a los culpables.

Publicidad

Alfonso Roggiero Pareja,
Guayaquil