En los recuerdos de mi infancia no encuentro uno desagradable al visitar los parques de mi ciudad. Parques que no tenían los adelantos de los actuales, pero que en contraste, eran una invitación constante al juego, recreo, esparcimiento, a sentirnos libres.

El fin de semana viví en dos parques de Guayaquil una experiencia digna de países totalitarios. Asistí con mi hijo de seis años al Parque Lineal, y llevamos una pelota para distraernos. Los guardias apenas advirtieron nuestro juego nos prohibieron continuar, aduciendo que pisábamos el césped cuando la pelota ocasionalmente se desviaba, y confirmaron que ni tomarse fotos está permitido. Cuando me retiraba, fui testigo de la expulsión de tres adolescentes por entrar en patines.

Publicidad

Frustrados, caminamos al parque de la ciudadela Ferroviaria donde se nos prohibió usar el balón. ¿Por qué?, pregunté en voz alta, y cinco guardias con tolete en mano y chalecos antibalas se nos acercaron buscando intimidarnos. Mi hijo con lágrimas en los ojos me dijo: “vámonos papá”. Le contesté que no habíamos hecho nada ilegal y que somos una familia de bien. Los guardias dijeron que estábamos en propiedad privada, que la entidad que había regenerado las áreas verdes era la dueña del parque. Repliqué: “parques de Quito o Cuenca son usados por su gente hasta para tomar una siesta acostados en el césped, o leer un poco”. Me contestaron en tono peyorativo: “ándate a vivir a Quito”.

¿Puede un parque tener algo más representativo que un niño jugando con su pelota bajo la supervisión de su padre? Al retirarnos, y tratando de explicar lo inexplicable a mi pequeño hijo, me acordé del nuevo puente y abrigué la esperanza de que muy pronto nuestros parques vuelvan a ser como en mi  infancia, de todos.

Publicidad

David Suárez,
Guayaquil