El ataque a la Gran Colombia, obra máxima de su mente integracionista, decidió en igual forma sobre el entusiasmo del guerrero, que vivió con pena la invasión del Perú al Distrito del Sur de la Gran Colombia (Ecuador) en 1829 y el asesinato de su fiel amigo el mariscal Antonio José de Sucre el 4 de junio de 1830.
Todo aquello afectó aún más al ilustre enfermo, que con la esperanza de recuperarse alistó un nuevo viaje a Europa, pero invitado a descansar unos días, avanzó a Santa Marta, Colombia, el 1 de diciembre de 1830, por gentileza del español Joaquín de Mier.
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En la quinta San Pedro Alejandrino, cerca de la población, Bolívar recibió solícitas atenciones del médico francés Próspero Reverend y la compañía de unos pocos leales oficiales y allegados.
La enfermedad desarrolló sus mayores estragos y el valeroso militar terminó postrado y sin fuerzas necesarias.
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Solamente pudo escribir a sus pocos amigos pidiéndoles que salven a la Gran Colombia; asimismo, remitió una sentimental carta a su prima Fanny D. du Villars y frente a un inmediato desenlace dictó testamento y su última proclama.
El cura de Mamatoco, Hermenegildo Barranco, le suministró los santos sacramentos a un general agonizante.
El reloj de la modesta alcoba de San Pedro Alejandrino marcaba minutos después de las 13:00 del 17 de diciembre de 1830, cuando Bolívar expiró. De esta manera, el Libertador se consagró en la historia, entre aciertos y errores, elogiado y criticado.
Hombre como cualquier otro, fue guerrero, político, estratega, internacionalista, parlamentario, estadista, diplomático, filósofo y héroe. Su recuerdo sigue imborrable.
De sus célebres frases están estas que destacan por su gran verdad: “... Combatid, pues, y venceréis. Dios concede la victoria a la constancia...” y “La gloria está en ser grande y ser útil”.