Cada mañana cuando salen a trabajar, ignoran si regresarán a casa vivos. Son los pintores de las alturas, sin pizca de vértigo, ni seguro de vida. Trabajan a la intemperie y a muchos metros de altura. Trepados en andamios de caña y soga.
Todos los días se ganan el pan, ejerciendo el oficio de desafiar a la muerte, armados tan solo con una brocha gorda y un tarro de pintura.
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Ellos son Ángel Vargas y Álvaro Benavides, junto al oficial de pintura, Brayan Vicente.
Hace pocas semanas los vi pintando una casa de tres pisos de las calles Cuenca y Cacique Álvarez. El andamio de caña, arrimado a la fachada del edificio, parecía el trapecio de un circo dispuesto para artistas que se juegan la vida sin malla protectora. Pero acá no había carpa alguna, ni nadie aplaudía.
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Abajo solo estaba, como siempre, el asfalto con sus brazos abiertos. También los carros y los peatones yendo en varias direcciones.
Arriba en el andamio, Benavides y Vargas trabajan descalzos para que sus pies desnudos sean un par de ventosas sujetas a la caña rolliza.
A cada brochazo, la pared cambiaba de color como un camaleón urbano. Algunas gotas de pintura y de sudor caían y salpicaban la calzada gris de la barriada.
Ellos comienzan a trabajar a las 08h00, lo hacen hasta el final de tarde cuando disminuye la luz del sol. Al mediodía, descienden para almorzar y descansar un rato. Es cuando respiran en tierra firme y desde la acera de enfrente, observan cómo avanza la obra.
Vivencias
Sus historias de vida son así. Desde hace 15 años, Ángel Vargas (Manabí, 1967) es pintor de andamio. Confiesa que “ya cuando se está pintando arriba, uno se olvida de la altura”. El edificio más alto que pintó con andamio de pura caña tenía cinco pisos.
Nunca ha sufrido un accidente, pero sabe de otros que han caído porque no han asegurado bien el andamio. Si el accidentado no muere de la caída, de seguro que queda lisiado de por vida. “El resto es tener suerte y andar con Dios”, reflexiona y yo me lo imagino cada mañana encargándole su protección a un santo y a su mujer, rezando por él en casa.
Dice que los clientes los contratan porque son conocidos o es la gente que pasa por ahí y los ve trepados en el andamio. La época en que más trabajo hay es para las fiestas de Guayaquil porque algunos quieren ver sus casas bien pintadas y otros son obligados por el Municipio.
A Benavides (Guayaquil, 1979) el oficio se lo enseñó su padre, que es el hombre de los mil oficios. De muchacho empezó como oficial de pintura, al igual que Vicente, el más joven del grupo.
Cree que lo más importante y difícil de su trabajo es trepar el andamio y saber asegurarlo. “La caña debe estar seca porque pesa menos y es más resistente. Con la soga de cabuya hacemos el nudo más típico y seguro, el nudo de chancho”, explica y cuenta que también es muy complicado y cansado empastar paredes desde un andamio.
Estos pintores suicidas no cobran por la altura en la que trabajan, ni por metros cuadrados sino que pactan un precio por obra. Pero, en promedio serían unos 2 dólares y medio por metro cuadrado. Sus clientes los ubican en el edificio Arias, en El Oro y Villavicencio, por más señas.
Benavides dice aliviado que nunca ha tenido ningún accidente de trabajo. Pero no olvidará jamás el grito desgarrador y después el ruido del golpe seco de un compañero que cayó de un segundo piso y murió.
“Cayó de espalda y aunque trabajábamos para una fábrica, nadie pagó por el muerto. Porque nosotros trabajamos sin seguro y a nuestro propio riesgo”, afirma.
Por eso desea poner un negocio. A su esposa no le agrada su trabajo de alto riesgo. “Es que ha conocido a los que han caído porque en mi barrio hay bastantes pintores”, explica aunque él ha pintado hasta un sexto piso utilizando andamio de caña y soga. Y usando guindola ha trepado a edificios de más de veinte pisos.
Así es la vida de los pintores de andamios de caña y soga, ganándose el pan de cada día, desafiando y mirándole de frente la cara a la muerte para pintársela a brochazo limpio.