El Santa Ana ahora huele a turismo, rumba y bohemia. Pero en esta zona, de 444 escalinatas, 4.094 habitantes y más de 90 negocios,  también hay  otros olores: el de la pobreza y, sobre todo, ese sentirse ajeno en lo que debería vivirse como propio.

Fue en  julio del 2001 cuando una suerte de reconstrucción, llamada regeneración urbana, maquilló  las casas viejas. Algunas se  convirtieron  en bares y restaurantes. Otras quedaron igual.    

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Dentro de todo -y pese a la inconformidad de algunos moradores que se sienten marginados del plan de remodelación- Santa Ana se levanta como un referente, un paradero obligado para quien pisa la ciudad por primera vez.

Y este flujo es aprovechado de mil formas. Desde la venta de comidas hasta artesanías y postales. Gente que aprendió a preparar cualquier cosa que le represente un ingreso, aunque sea mínimo. Es el caso de Mercy Villegas, quien -a 25 centavos- vende bolos y helados que solo consumían sus hijos. 

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Pero los cambios también cuestan. Mauricio Calderón lleva  50 años en el sector y revela su dificultad para adaptarse a ciertas normas. Ya no puede andar descamisado, no se junta con sus amigos en el portal de su casa ni sube el volumen como antes. Aún así, dice estar satisfecho. “Aquí solo entraba quien vivía o quien se atrevía. Esto era zona y abandono”. 

Pero aún hay robos, aunque de otro tipo. No de los que puedan incluirse en estadísticas delictivas. Geoconda Seminario tenía 10 perros y 20 gatos. Hoy no le queda ni la mitad. Comenta que los gringos -como les dice- se  llevan sus animales sin preguntar. Fuera de eso, nada. Nadie se queja de la inseguridad.

Y tanto es así que decenas de extranjeros pueden recorrer libremente el sector.
Antes solo los más osados lo hacían.  Guayaquil calienta su pavimento hasta quedar en brasas y ellos  buscan  la síntesis del habitante promedio.  En bermudas, zapatillas y gorras, andan como en  casa. Y los moradores también se habituaron a verlos.

En un español improvisado, el canadiense Jeffrey Dawson intenta explicar sus impresiones. Para él, recorrer el Santa Ana es encontrarse con realidades distintas. La de aquellos que, con cierto capital, decidieron invertir en el lugar y lo exprimen, y también la de quienes se limitan a observar la oleada de consumismo.
En esto concuerda    Carmen Rosales. Su relato comienza lento  y se vuelve desafiante. A sus 41 años dice estar consciente de dos asuntos: que su modo de vida resulta ‘exótico’ para algunos visitantes y que los negocios del sector simplemente apuntan a otro tipo de público. “No es para nosotros”, insiste.
“Quién va a ir a pagar  diez dólares por picar un par de cosas”. Y sí, algunos costos pueden resultar excesivos para el habitante promedio.

John Armijos se adaptó y por eso vende la cerveza a un dólar y los almuerzos a 20 centavos más. Barato para todos,  dice y él mismo agrega que aún así los moradores no van. Asume que, como él, extrañan  lo viejo. “Aquí en El Bucanero había un quiosco con cervezas, menestras y baile hasta tarde”, recuerda. 

Su padre Domingo toma la posta y se extiende. “Ahora la gente se queda en sus casas o máximo se va al malecón”. Desde su portal, alineado en el  escalón 355, reprocha  la desunión del sector. “Aquí hay mucha envidia. Todos están pendientes de qué negocio sacan para ver si les quita clientes”.

Y por ambición o credulidad muchos creen en una historia que ya tiene tintes de leyenda. Cuentan -algunos convencidos de ello- que el cerro guarda oro en su interior. Y hasta han hecho huecos en el suelo, pero nada. Aún.