Dice San Juan en el Evangelio de hoy que Jesús, “habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Ese amor extremo se manifiesta esta noche en tres dimensiones estrechamente entrelazadas.

Jesús, en plena conciencia de su señorío sobre el mundo y sobre la humanidad entera, toma agua y una toalla para arrodillarse a los pies de sus discípulos y lavarles los pies. Es el gesto elocuente que le permitirá comprender con mayor profundidad el mandamiento del amor que proclamará en forma solemne.

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En la misma cena, tomando el pan y el vino, los convierte en su propio Cuerpo y Sangre, que se ofrecen al Padre en forma sacramental, como luego, y para todos los tiempos, serán ofrecidos en la cumbre del Calvario. Además, al encargar a sus discípulos que conserven y celebren esa memoria, los constituye en sacerdotes llamados a actualizar el misterio redentor en la celebración eucarística; y entregar el pan del cielo al pueblo que peregrina en la historia hacia la casa del Padre en la eternidad.

Este año eucarístico es particularmente propicio para que cada uno de nosotros alcance una piedad más profunda, alimentada por el amor de Dios e inclinado a la contemplación del misterio eucarístico. En este misterio se contiene todo el bien de la Iglesia y de la humanidad, porque se contiene al mismo Cristo que nos amó hasta el extremo infinito, inconcebible. Por eso no podemos seguir prisioneros de nuestro egoísmo. Un baño de gracia puede hacernos capaces de amar todo lo bueno y hermoso, infundir abnegación en el alma y poner felicidad en la vida de los demás.