Existe un triste ser que cuando huele un átomo de Bien, intenta de inmediato destruirlo; que cuando advierte un gramo de Verdad, procura adulterarla; y que cuando percibe la presencia del Amor, aunque se trate únicamente de una chispa, se enfurece y ataca. Es un ser que no se cansa nunca de obstaculizar lo positivo.

Estoy hablando del demonio, claro está. Del ángel corrompido que busca inútilmente, porque ya se encuentra derrotado, establecer un reino donde todos digan “no” a la generosidad, a la honradez y a la pureza.

Usted y yo no estamos vacunados contra él. Y como puede sucedernos que ese espíritu del mal intente convencernos de que nos pasemos a su bando, conviene que nos recordemos cómo comportarnos en sus tentaciones.

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Suelen estas comenzar con la presentación (o representación) de alguna cosa buena en apariencia. Puede ser una persona, un proyecto o un objeto, cuya contemplación nos gusta, y cuya posesión, aunque se trate solo de una posibilidad, nos causa cierto agrado.

Esta complacencia no buscada no debe preocuparnos. Es algo que se debe a nuestra condición humana y que carece de entidad moral. Es algo que si no se diera, además de imposibilitar la verdadera tentación, podría delatar alguna preocupante falla –ya en la testa, ya en el cuerpo– de quien es tentado.

Después de ese primer agrado, nuestra conciencia advertirá las consecuencias que tendrá la posesión de aquello que nos gusta. Y el tentador, manipulando a su favor la información, comenzará a tentarnos de manera suave: invitándonos a sopesar los pros y contras del objeto seductor.

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Este juicio moral, cuando se trata de un asunto complicado, puede requerir de un cierto tiempo. Mas ordinariamente, sobre todo si se busca la verdad con honradez, la conciencia emite su dictamen enseguida. Y si nos manda rechazar la tentación, hemos de hacerlo al instante.

Discutir si nos conviene o no seguir la voz de la conciencia supondría ya un desorden peligroso. Sería dialogar innecesariamente con la tentación, establecer una negociación con quien nos quiere engañar y comenzar deliberadamente una traición a Dios.

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Por eso nuestro Salvador, como recoge hoy el evangelio de la misa, no discutió en ninguna de las tentaciones que sufrió. Cuando el demonio le propuso convertir en pan las piedras del entorno, su respuesta fue inmediata: “Escrito está: no solo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”.

Cuando le sugirió que se lanzara templo abajo, también le contestó sin dialogar:
“No tentarás al Señor tu Dios”. Y cuando, en fin, le habló de hacerse rey del mundo sin sufrir, tampoco quiso negociar ni un solo punto: “Vete Satanás –le respondió– porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás y a Él solo servirás”.