Hoy se recuerda el día mundial de la enfermedad. En la ciudad, 53 personas reciben atención en un leprocomio.

Tiene los cabellos blancos y el rostro surcado por arrugas. Camina pausado, pero firme. Y conserva una fortaleza indeclinable en sus manos, de contextura gruesa y marcadas por pecas, para seguir atendiendo a los afectados de una enfermedad históricamente temida y rechazada: la lepra, que hoy recuerda su día mundial.

Doña Blanca Gutiérrez Molina, quiteña de nacimiento, llegó hace 37 años al leprocomio de la ciudad, ubicado en el dispensario dermatológico (Julián Coronel y José Mascote), en una época en que ni los estudiantes de medicina se atrevían a ingresar para recibir sus clases. “Llegaban cubriéndose la nariz con el mandil y no querían entrar hasta que los invité a pasar y se dieron cuenta de lo que había acá”.

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Se refiere a la realidad escondida que existe en el centro médico, integrado por dos pabellones, dos áreas especiales de cuidados, un patio interior y una capilla, en la que los pacientes, 11 mujeres y 42 hombres, se reúnen a escuchar misa todos los viernes.

El lugar se asemeja a una pequeña vecindad, en el que las conversaciones sobre las experiencias de la vida y la familia retumban entre las paredes y el jardín. Es que algunos llevan casi una vida allí dentro.

Héctor (nombre protegido), por ejemplo, tiene 14 años en el lugar y, aunque es oriundo de Babahoyo, decidió quedarse a trabajar como portero del leprocomio, pese a que la enfermedad le ha dejado los dedos de sus manos y pies incompletos. José, en cambio, lleva 30 años de vivir en el sitio. “Es uno de los líderes de los pacientes”, dice Petita Oviedo, una de las seis enfermeras que atienden en el centro de asistencia.

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Ella lleva cinco años sanando las heridas de los enfermos y, al igual que doña Blanca, dándoles ánimos. Cree que Dios la mandó porque nunca tuvo temor de tratar con los enfermos de este mal denominado de Hansen.

Igual piensa Elizabeth Quito, con 22 de sus 46 años dedicados al leprocomio. Llegó en un momento en que los pacientes se cuidaban entre ellos porque había pocos médicos que sabían de la enfermedad.

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Ahora la situación es distinta. Los nuevos esquemas de tratamiento (poliquimioterapia) permiten recuperarse en año o un año seis meses y curar el mal. Quito lo dice convencida: “Por eso estoy aquí. Yo trabajo para gente que va a vivir y tiene sanación”.

A doña Blanca, en cambio, le preocupa otro mal que, pese a haber disminuido, continúa afectando a los pacientes de Hansen: la discriminación. “Así se cure, el enfermo queda marcado por el miedo que siente la gente de acercarse... Y con los golpes de la vida, así como el fierro se forja en la fragua, adquieren fortaleza para seguir adelante”.