La existencia de un primer principio que origine, mueva y organice todo lo que existe se descubre fácilmente. Basta con mirar honestamente la naturaleza, su asombrosa variedad y su armonía, para llegar a la certeza de que la casualidad, la simple carambola, no puede ser la explicación de su tanta perfección como encontramos.

Ese primer principio, al que usted y yo llamamos Dios, ha de ser obligatoriamente Uno. Y por eso los monoteísmos, las religiones que se apoyan en que existe un solo Dios, resultan más conformes con el pensamiento racional que los absurdos panteísmos (para los cuales todo es Dios) y los politeísmos.
Usted y yo creemos que hay un solo Dios.

Pero también creemos firmemente que en la única e indivisible Divinidad existen tres Personas.
Creemos que hay un Padre, que hay Hijo, y que hay un Espíritu Santo. Que el Padre es Dios, que el Hijo es Dios y que el Espíritu Santo es Dios. No afirmamos que hay tres dioses. Sino que hay un solo Dios y tres Personas Divinas.

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Este misterio de la intimidad de Dios tan solo con la fe puede aferrarse. Tan solo con la aceptación de lo que afirma Jesucristo, se puede recibir alguna luz sobre Trinidad en la Unidad de Dios.

Por eso este Domingo, cuando la Iglesia muestra su agradecimiento por saber que Dios es Uno y Trino, el evangelio de la Misa nos ofrece unas revelaciones hechas por Jesús sobre el misterio más estricto de la fe: “El Espíritu Santo me glorificará porque recibirá de lo mío y os lo anunciará.
Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso dije que recibe de lo mío y os lo anunciará”.

Al afirmar Jesús que todo lo que tiene el Padre es suyo, asegura ser común a entrambos la divina esencia. Y al afirmar que el Espíritu Santo recibirá de lo suyo, asegura que Amor de Dios Padre y de Dios Hijo, también posee la divina esencia.

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Es decir que el Espíritu Santo es Dios igual que lo es el Padre y lo es el Hijo. Es la Tercera Persona divina (Cf. Juan 16, 12-15).

Los teólogos cristianos, tratando de alumbrar este Misterio de la Trinidad, recurren a la analogía. Esto es, a un tipo de conocimiento que solamente en parte es verdadero. Y así, con el apoyo de esta semioscuridad, avanzan hacia el resplandor del gran misterio.

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Nos dicen, por ejemplo, fijándose en los actos superiores de la criatura humana, que el Padre engendra al Hijo por vía de conocimiento. Y que el Espíritu Santo procede de Dios Padre y de Dios Hijo por la vía del amor. Lo explican con mucho más detalle, desde luego; pero al final de todos sus esfuerzos especulativos, se quedan casi igual que comenzaron.

Se debe a que la luz de este misterio ciega. Su infinita luminosidad, por más que se pretenda aminorar mediante ejemplos y comparaciones, permanece intacta. No en balde el infinito menos uno, como enseñan las inexorables y terribles matemáticas, sigue siendo infinito. 

Mas si la luz de este misterio de la Trinidad deslumbra a quien la mira cara a cara, alumbra el infinito amor que Dios nos tiene. Porque el Padre nos da al Hijo para que nos salve; y porque el Padre y el Hijo, para que seamos hijos, nos dan al Espíritu Santo.