La institución central del Estado democrático, apenas si conserva alguna credibilidad en nuestro medio.

Esto es muy malo no solo para los diputados. Todo el país sufre las consecuencias, porque el desprestigio y la falta de fortaleza de las instituciones son males que se contagian con enorme facilidad.

Si el Parlamento no le inspira ningún respeto a los ciudadanos, de manera especial a la juventud, entonces, ¿cómo podremos construir un país moderno, donde imperen la seguridad jurídica y la vigencia de las instituciones?

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Si la función Legislativa sigue siendo sinónimo de insultos y agresiones físicas, entonces, ¿cómo podremos evitar convertirnos en una selva donde la ley del más fuerte será la norma?

No es este el momento ni el lugar para discutir las causas de este gravísimo mal, pero sí para recordar los ofrecimientos y compromisos que han hecho todas las tendencias políticas en el sentido de cuidar la majestad del Parlamento.

Que se debatan tesis e ideas, sí, y con todo el coraje que haga falta, pero sin perder de vista que en el mundo civilizado hay ciertos comportamientos y ciertos límites que se deben respetar.