Cheryl y Jennifer regresan del centro comercial tras comprar la una un traje a medida y la otra, unos zapatos de taco aguja. El próximo jueves celebrarán su matrimonio con una ceremonia simple en la que las casará un amigo, en la casa de retiro del padre de Cheryl.

“Es increíble, no lo creo”, dice Cheryl Andrews, dentista en Provincetown, pequeña ciudad de Massachusetts, que hoy será el primer Estado norteamericano en legalizar el matrimonio homosexual.

Casarse es, a la vez, un símbolo y un derecho concreto, explica esta pequeña mujer con una sonrisa: “Estoy comprometida de corazón con Jennifer desde hace mucho tiempo”. Pero durante años rechazó la idea: “tengo 44 años, soy de una generación de feministas que odiaba el matrimonio. Y como homosexual, no me planteaba el tema”.

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Para Jennifer Germack, 41 años, casarse es un “acto político” frente a los adversarios de esta causa por la igualdad de los derechos, derechos de sucesión, cobertura médica y otros beneficios.

Massachusetts sigue los pasos de San Francisco, la ciudad californiana “rebelde” que concedió licencias de matrimonio a más de 4.000 parejas homosexuales. La diferencia con la ciudad, que actuó por su cuenta y riesgo, es que al estado de Massachusetts lo autoriza su máxima autoridad jurídica, la Corte Suprema.