Realmente no son perros, pero así se llaman. Y sí están en la calle, por lo que son callejeros. Pero más que nada, son artistas, unos artistas diferentes que buscan expresarse.

"Dcíamos: ya llamémonos como nosotros mismos”. En la peña les fue bien. Ese sábado de abril de 1993, el público aplaudió su combinación de música tradicional andina, rock, blues, coplas..., pero aún eran artistas anónimos.

Después de la presentación, Héctor Cisneros, Fabián Velasco y Diego Espinoza fueron a la casa de Cristian, un músico que ahora toca en las calles de España y de repente empezaron a discutir cómo llamarse.

“El Fabián decía que cuando toca el saxo parece un aullido de perro y quería algo así como una serenata de perros...”, recuerda Héctor, el único de los tres que sigue en el grupo.

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“Yo les decía que la calle nos une, que pongamos algo de calle, que es lo que nos unía. ¡Y de una, salió Perros Callejeros!”, agrega.

Llevaban juntos desde diciembre de 1991, cuando participaron en las comparsas de las fiestas de Quito. Desde entonces, se reunían en la Plaza del Teatro o en uno de los parques o plazas del Centro Histórico, para presentar su obra. Unas veces el saxo; en otras, la guitarra, Fabián –además de la calle– se convirtió en el eje de lo que once años después son Los Perros Callejeros, uno de los grupos de arte popular más reconocidos de Quito.

Al nombre inicial le aumentaron “Los” por marketing, dicen con ironía los nuevos integrantes.

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Fabián Velasco se separó hace unos tres años y ahora es conocido como el Hombre Orquesta. En un mismo acto, con la guitarra, el saxo y la percusión acomodados en su cuerpo, puede tocar cualquier sanjuanito o una versión de Guajira Mora, una de las canciones más conocidas de la película Ratas, ratones y rateros, del director ecuatoriano Sebastián Cordero. Diego Espinoza se dedicó al comercio.

La segunda generación de Los Perros Callejeros dedica más tiempo al teatro. Pero aclaran, casi como una sentencia: “Somos un grupo-taller de experimentos alquimisicoteatrales, sea lo que tenga que ser”.
Manolo Santillán (19 años), Francisco Cisneros (24 años) y Julio Huayamabe (24 años) se unieron al grupo en los últimos seis años.

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En la transición pasaron otros artistas que también escogieron su rumbo. Allí están, por ejemplo, Patricio Tonato y Ciro Toapanta.

Desde sus diferentes espacios, en el fondo, ninguno se ha ido. La calle los une.

En cualquier esquina, parque o plaza se reúnen para montar un nuevo proyecto.

Se confunden con la multitud que recorre la calle Guayaquil o la avenida Diez de Agosto, con sus mochilas, cabello largo –pintados de colores a veces–, pantalones rotos, chompas, chalecos. Siempre son una tentación para la Policía o para los defensores del estereotipo del “buen gusto”.

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De martes a sábado practican en una de las salas de la Casa de la Cultura. Los domingos, cuando no hay presentación particular, arman una carpa en el parque El Ejido y exponen una obra de títeres y teatro para niños.

Después de doce años con un  proyecto artístico propio  se dieron a conocer en el mundillo artístico, lo que les llevó a participar, como actores o músicos, en películas y series de televisión nacionales (Historias Personales y La Zona Oscura, por ejemplo) y conciertos importantes.

La mejor experiencia, dicen, fue abrir el concierto de Manu Chao, conocido en el mundo por su posición contestataria y de defensa de los derechos humanos. “Me propuso tocar en su concierto. Le pregunté si iban a pagar y me respondió que no, que él no maneja eso, pero que buscaba un grupo como el nuestro. Me dijo: lo toman o lo dejan. Y, finalmente, tocamos”, cuenta Héctor Cisneros.

También recuerdan con gracia su papel en Proof of Life, producción de Hollywood que se filmó en el país. “Aquí toca llevar el sánduche y hasta para el taxi. En esa película era chistoso porque íbamos por la cumbre de la montaña y ellos (la producción estadounidense) nos seguían atrás, atrás, recogiendo la basura y nos decían ¿quiere chocolate?, ¿quiere café?”.

Pero sus raíces están en la calle. Reconocen a Carlos Michelena, el reconocido teatrero de la calle, como su maestro de vida. La vendedora de naranjas, el malabarista del semáforo, el pintor sin galería, los poetas sin libros, los locos sueltos, los estudiantes fugados no son sus amigos, son sus hermanos. Los Perros Callejeros viven y trabajan para ellos. Es allí donde está el reconocimiento que buscan. La fama, para ellos, es solo una abstracción.