Los invito a hacer memoria. ¿Se besó alguna vez con pasión guayaca en el Malecón antes de que sea 2000? ¿Tiene una foto montado en el jabalí, el fauno y la bacante, el cañón o junto al apretón histórico entre Bolívar y San Martín? ¿Se topó alguna vez con un borracho cuando caminaba por entre la selva indomable que era la vegetación al pie del Guayas?

¿Sí? Esas tres cosas, por ejemplo, ya no pasan en el Guayaquil del siglo XXI.
En el moderno malecón están prohibidos los besos, treparse a cualquier objeto (estatuas, árboles, barandas) y hay más de cien guardias por turno vigilando a los visitantes.

Publicidad

Adriana González (15) y Alexander Sánchez (19) se toman una foto en el Malecón 2000 con un pequeño de ojos brillantes (Adrián Alexander Sánchez, de 3 meses de edad) que es el hijo de un romance que tiene vínculos con el Río.

“¡Por favor no se besen aquí!”, les dijo un guardia dos años atrás cuando eran novios. “Casi nos morimos de vergüenza”, dicen todavía un poco ruborizados. Nada de besos en el Malecón 2000.

Publicidad

Adriana recuerda. Cuando era niña disfrutaba de la “clásica visita guayaquileña”:

La Rotonda (no el centro comercial, el monumento). Se trepaba a estrechar con mano infantil las manos de bronce de los libertadores. Su pequeño Adrián no sabrá de eso; no tendrá su foto en el jabalí. Nada de subirse a las estatuas en el Malecón 2000.

Horacio García (26) y Mario Aguilar (28) intercambian discos sentados cerca del Río. Ambos visten de negro, uno lleva pelo largo y el otro arete en la nariz.

“Antes, el Malecón era baño público, cantina”, dice Mario, a lo que Horacio añade: “motel de paso y burdel”. “Era asqueroso”, concuerdan los dos.

¿Dónde están aquellos indeseables de antaño?, le pregunto a Mario. La respuesta me sorprende: “Siguen aquí mismo”. Miro para todos lados con un cierto temor, pero hay por lo menos cuatro guardias en mi campo de visión. Parece que ahora, con un malecón tan bonito, les da vergüenza la borrachera, botar basura,  mendigar o dar espectáculos públicos. Nada de decadencia en el Malecón 2000.

Ximena Ruiz Merino no conocía Guayaquil hasta ayer en la mañana. Esta chilena vino con su esposo, Jean Jacques Covos, que ya había visitado el Malecón dos años atrás. “Lo encuentro precioso”, dice Ximena, filmadora al cuello, cuando la sorprendo con mi pregunta mientras parece fascinada con la caída de la tarde frente al Guayas. Esta pareja de extranjeros exigió a la agencia de viajes llegar a un hotel frente al río. “Es que ¿Cómo llegar a Guayaquil y darle la espalda a esto?”, exclama Jean Jacques y le doy la razón por completo.

El agua parece dorada y un viento fresco contradice por un momento la terrible mala fama del clima de Guayaquil. Pasan flotando los lechuguines y varias parejas se arriman acarameladas al barandal.

Alguien dijo: hay que sacar a pasear el amor al Malecón. Y a los niños, turistas, abuelos. Todos están allí. Los miro. Sonríen. Y esa cierta nostalgia de los besos y la foto en las estatuas se me va lentamente con la tarde guayaquileña.