A orillas de la vía están instaladas unas cuarenta casetas con hornitos humeantes en los que se cuecen cientos de tortillas de maíz y yuca. Los vendedores, hombres y mujeres, niños y adultos, agitan franelas y muestran bandejas rebosantes para llamar la atención de los viajeros.
A simple vista, los hornitos, vendedores y tortillas son la característica particular de este lugar. Esa es la imagen que uno se lleva cuando va de paso. Pero al ingresar a sus calles, polvosas y solitarias, se descubre la existencia de un poblado con historia, rico en leyendas, secretos y misterios, pobre en atención gubernamental. Es como adentrarse en un rincón donde el tiempo transcurre parsimonioso.
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Al rebuscar en los apuntes históricos, me encuentro con relatos que dan cuenta que la zona estuvo habitada por los Xipixapas y tuvo influencia de las culturas Maya y Manteño-Huancavilca. El 10 de agosto de 1565, en el sitio, que en entonces se denominaba Lanchán, se fundó San Lorenzo de Jipijapa.
“El pueblo Lanchán, que todavía existe con el nombre de Sancán, estaba ubicado en un vasto llano, de tierras áridas conocidas como sabanas y sujetas a las inclemencias del tiempo”, describe el estudioso Próspero Pérez en su obra Relatos protohistóricos y prehistóricos de la antigua provincia de Jipijapa.
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La falta de agua, las enfermedades y otros inconvenientes de la zona montañosa obligaron a los residentes, en 1605, a trasladarse a donde hoy se asienta Jipijapa (8 km al sur), conocida como la Sultana del Café.
Bartolomé Quiroz, de 85 años, expone otro motivo: “La imagen de la Virgen de Agua Santa, patrona del pueblo, desaparecía constantemente y se la encontraba donde hoy es la cabecera cantonal. No quería quedarse acá”.
Quiroz reside en una vivienda ubicada en la esquina del parque y es conocedor de esa mezcla de transformación y estatismo del poblado. Reseña que hace unos 70 años, en los inviernos rigurosos, ganaderos de Santa Ana, Lodana, Sucre, Piloy y otros sectores del centro de Manabí llegaban a la sabana con sus reses.
Muchos de los pastores se quedaron pese a las dificultades. Elaboraban sogas (cabos) con la cáscara de árboles de ceibo, bototillo y jaibe, o fabricaban carbón para obtener recursos.
“Era duro, la vida era sacrificada”, refiere Bartolomé, y se queda pensativo. Seis vecinos, jóvenes en relación con él, se unen al diálogo y ratifican las dificultades. Luego de un silencio general delatan un temor que solo los residentes conocen: el silbido del diablo.
Demetrio Madrid detalla: “Todas las noches se escuchaba silbar al malo”. Otro silencio. “El malo es el diablo. Se lo escuchaba pero nunca se dejó ver, nunca apareció. Gerardo Zambrano y Pablo Seguiche asienten.
El silbido procedía de las montañas, era muy fino: Fuuuiiiiiiiiiiiuuuuuuu, fuuuiiiiiiiiiiiuuuuuuu. Los pocos trasnochadores se encerraban en sus casas hasta las 02h00, en que debían caminar unas cuatro horas hacia los manantiales de los cerros lejanos en busca de agua.
Bartolomé, el hombre de cara arrugada, dice además que conoce al duende. “Me iba a Portoviejo, caminando, y en una curva me lo encontré. Era un muchachito pequeño, desnudito, que corrió al monte cuando me vio”.
Por estos avatares se fomentó la religiosidad y los sancanenses comenzaron a construir pequeños templos. En la actualidad hay cinco capillas pero no tienen un cura. Se hacen misas una vez al mes, cuando alguien muere o en las fiestas religiosas.
Los pequeños templos están ubicados estratégicamente en el centro y los alrededores del pueblo, como garitas de vigilancia. La capilla central, diagonal a la casa de Bartolomé Quiroz y frente al parque; la de San Pablo, al sureste; la de San Pedro, al noreste; la del Cristo del Consuelo, al noroeste; y la de la Virgen de Lourdes, al suroeste de Sancán.
El miedo al silbido del diablo quedó rezagado. Hoy, los pobladores, amables y alegres, luchan contra la pobreza.
Quieren cambiar, con esfuerzo propio, la faz del poblado, de casas de caña y ladrillo.