¿Será posible cumplir con lo que se afirma en el Libro Blanco de las Fuerzas Armadas, que la información se desarrollará “a través de un sistema de comunicación social ágil, oportuno y transparente, que genere confianza y credibilidad”?
Más de un analista afirmaba, luego de la firma de la paz con el Perú, en octubre de 1998, que se produciría una profunda transformación en unas Fuerzas Armadas que nacieron y se desarrollaron mirando hacia “el enemigo del sur”. Una de las consecuencias de ese eje de tensión fue el marcado secretismo en medio del cual transcurrió la vida de las Fuerzas Armadas, y la ausencia de una apertura hacia el conjunto de la sociedad que permitiera ventilar errores o conflictos internos a la luz pública. El fin del viejo conflicto reducía la necesidad de una reserva militar tan absoluta.

Pero lo que aquellos analistas no tomaban en cuenta es que el cambio de misión de unas Fuerzas Armadas en el marco de la paz, no necesariamente significa cambio de hábitos profundamente arraigados en los miembros de la institución. Y aquel hábito es la reserva militar. El secreto. El derecho, consagrado por la costumbre, de guardar reserva sobre todo lo que involucre a la institución y a sus miembros.

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Si el peligro exterior exigía automáticamente confianza y respaldo de la sociedad hacia sus Fuerzas Armadas, estas siguen suponiendo que los orígenes de esa confianza no se han modificado, que no es necesario construirla en otro escenario, que la sociedad debe seguir confiando en que los conflictos internos como los vividos en torno a los seguros de los aviones militares o el estallido de los polvorines, deben cumplirse en el marco del secreto militar. En silencio. Un silencio roto a momentos no por voluntad militar sino por presión civil.

Los hechos de La Balbina ocurrieron bajo otro mando militar. Es cierto. Pero puede ocurrir, sin embargo, que la sociedad no esté demandando sanciones personales sino responsabilidades institucionales. No importa si los hechos ocurrieron bajo otros mandos militares. En el caso último del estallido de granadas en la isla Puná, ¿qué es lo que está en juego? El olvido por parte de alguien de unas granadas en la playa, o la realización de unas maniobras militares a espaldas de la población local? Qué interesa definir en el caso del polvorín de la marina que estalló en Guayaquil. ¿Aclarar el descuido que lo originó o modificar el modo cómo la fuerza militar procesa frente a la sociedad sus dramas internos y cómo corrige la raíz de los conflictos?

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El ministro de Defensa afirma que la institución cuenta con un plan completo para la reubicación de los polvorines. Ese es un aspecto. El otro es la capacidad y la posibilidad para que la sociedad confronte con las Fuerzas Armadas todo aquello que le involucra.

El Libro Blanco habla del fortalecimiento de una cultura de defensa. Una defensa que “es concebida como un bien público cuya responsabilidad es de la sociedad en su conjunto”. Y la defensa, cuando ya no estamos conminados a solo mirar hacia la frontera sur, pasa por la defensa de la población frente a los errores que siembran muerte y destrucción.

Si la sociedad es responsable de esa defensa, se concluye que tiene el derecho a investigar lo que ocurre en las Fuerzas Armadas. Investigar, y no solamente a ser informada.

Todo, para bien o para mal, se procesa al interior del recinto militar.

Y las investigaciones, que son realizadas por los propios miembros de la institución cuestionada e investigada, deberán pasar por el tamiz del silencio militar antes de hacerse públicas. Esto no se ha modificado.