Ahora, de pronto, estoy en Manta. Y, de sopetón, doy con un astillero en que unas veinte embarcaciones se van, lenta, morosamente, construyendo con maderas de guayacán, balsa, amarillo, laurel y moral. Son barcos que se usarán para la pesca blanca, aquella que se exporta fresca. Son barcos hechos con una tecnología criolla que, por asociación, me remite a las balsas en que los habitantes de estas tierras hacían sus singladuras desde la época precolombina.
Entonces iban los nativos de aquí hasta México, por el norte, o de aquí hasta Chile, por el sur, llevando sus productos para intercambiarlos, en un incesante comercio. Así, por balsa, se difundió América el pensamiento mágico y shamánico de los manabitas, su culto al jaguar a la par que su prodigiosa alfarería y metalurgia.
Publicidad
Pero hubo más: en sus incesantes viajes traían plantas, que luego, aprovechando los microclimas, las adaptaban en una suerte de inmenso laboratorio botánico en que hacían modificaciones genéticas.
Paradójicamente, los viajes fueron los que diezmaron la población porque quizás antes que los españoles arribaran a nuestras costas, los manteños, en su apasionante y apasionado itinerario dedicado al comercio, ya se había contagiado de alguna peste traída por los hombres blancos y barbados a otras costas y que los propios indios la acarrearon a la nuestra en sus balsas; esa peste -más la de la cruz y la espada- arrasó con una población que a tan alto grado de civilización había llegado.
Publicidad
En todo caso, para curar la curiosidad que asuela como una peste, hay como darse un salto al Museo del Banco Central, en pleno centro de Manta, donde se puede tener una idea más precisa de una cultura como la de Valdivia (con cinco mil años de historia), así como de las que le siguieron: Machalilla, Chorrera, Jama-Coaque, Bahía y Manteño.
O, si se quiere admirar los vestigios arqueológicos in situ, también es dable tomar la carretera costanera hacia el sur, dirigirse hacia el parque nacional Machalilla y entrar a Agua Blanca. Pero, antes propongo un paréntesis para que el viaje no solo nos lleva al pasado sino también al presente.
Aunque la polémica base militar está ahí incrustada, Manta no es solo la base. Ni mucho menos. Tampoco sus habitantes son unos marines rubios que, vestidos de camuflaje, deambulan por todo el puerto en procura de una noche de lujuria. Ni mucho menos. Manta es una ciudad que vibra en su desarrollo, con vistas al futuro. La playa de El Murciélago, con sus veredas de mosaicos coloridos y sus pequeños, bien surtidos y limpísimos restaurantes que ven al mar, es un sitio perfecto para dejar pasar el tiempo entre divagaciones interrumpidas solo por la contemplación de unos partidos de volley playero del mejor nivel o el paso de unas chicas en bikini que ganan sus puntos a la desidia y los acumulan en el marcador de los suspiros. Café-Nets, nuevos hoteles, restaurantes, centros comerciales, supermercados, son los signos más evidentes que la ciudad apunta directo al desarrollo. Pero, además, ahí está la flota pesquera más grande de todo el Pacífico Sur, así como las poderosas procesadoras y enlatadoras de pescado. Lo bueno es que el dinero que generan, que antes estaba destinado a la compra de departamentos en Miami, ahora se queda para beneficio de la construcción o del turismo. Por donde se camina se respira optimismo. Y orgullo. Y deseo de que los visitantes sigan llegando, tal como periódicamente llegan a bordo de esos enormes barcos que traen a cientos de extranjeros que andan recorriendo el mundo en busca de un puerto donde acoderar. Y escogen Manta. Por su nueva cara. Y por la seguridad que brinda, también. Claro que no todo es miel sobre hojuelas: la contaminación de los ríos Manta y Burro, donde van a parar los desechos de las procesadoras y las aguas servidas, alcanza índices muy altos y despide olores nauseabundos. Además, la ciudad, como polo de desarrollo, acarrea una fuerte migración interna, que obliga a asentamientos no siempre tan ordenados y tampoco siempre con los servicios básicos. “Nuestro discurso es de trabajo, de orden”, dice Jorge Zambrano, el alcalde manteño que, como Pancho López, el personaje del corrido mexicano, es chiquito pero respondón. Él está empeñado en “que se entienda que tan importante como vivir bien dentro de la casa es vivir afuera, en la calle, en el parque”. Lo bueno es que ese concepto comunal ha ido calando y los resultados saltan a la vista.