No se refería Su Santidad a la antigua tradición de intercambiar regalos, ni al deseo de celebrar con amigos y familiares; ambas costumbres forman parte de estas fiestas y en ellas no hay nada que debamos repudiar. Lo que se objeta es esa actitud individualista, tan difundida en nuestros tiempos, que casi ha conseguido que olvidemos el mensaje fundamental de estos días, esto es, el llamado profundo y angustioso a la solidaridad entre los seres humanos, que se comenzó a proclamar hace dos mil años desde un humilde pesebre de Belén.
No faltará quienes consideren ingenuo el mensaje del jefe de la Iglesia Católica. Se ha vuelto tan frecuente confundir el éxito con la acumulación de bienes materiales, que casi no le damos importancia a los gestos de bondad o de conmiseración con los desposeídos.
Se suele decir, con cierto cinismo, que con esas acciones no vamos a cambiar el mundo.
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Pero el mundo es y ha sido lo que los seres humanos queremos que este sea.
Mientras impere la desesperación de unos cuantos por acumular riquezas en provecho propio, tendremos un mundo frío y hostil, que avanza lentamente hacia su propia descomposición. Solo cuando le tendamos la mano al prójimo que camina en harapos, comenzaremos a recuperar la calidez y la seguridad que la humanidad perdió hace tiempo, en algún recodo del camino.