El 2 de diciembre del 2001, Enron, el gigante energético, se acogió al capítulo 11 de la Ley de Quiebra pidiendo protección para sus acreedores. Con el anuncio se perdieron 60.000 millones de dólares de los accionistas. Nunca antes la quiebra de una compañía fue tan escandalosa como esta.
Quizás, porque ninguna otra compañía se erigió durante toda una década como el ejemplo del nuevo sistema corporativo propio de las economías de mercado; tampoco ninguna otra arruinó a tantos accionistas ni había declarado ganancias tan grandes (200.000 millones de dólares en el último año), tan solo una semana antes de anunciar su quiebra, y en ningún otro caso aparecieron tantos nexos con la Casa Blanca.
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La gigante corporación energética se creó en 1985, por la fusión entre Houston Natural Gas y la compañía de oleoductos Omaha. En 17 años, se convirtió en una empresa modelo: desarrolló nueva tecnología y nuevas formas de comerciar con energía (hidráulica, gasífera, petrolífera). Desde su base en Texas, Enron manejaba sus negocios en casi todo el planeta, incluyendo Ecuador, donde postuló (junto a otras 16 empresas extranjeras) para la construcción de los poliductos Pascuales-Machala- Cuenca y Shushufindi-Quito, en febrero del 2001.
La compañía fue una de las que presionó para que Washington desregularice el comercio energético. Los controles estatales disminuyeron y las compañías crearon un nuevo mercado. El valor de las acciones de Enron no dependían de los informes de la contraloría estatal sino de las auditoras privadas y las calificadoras de riesgo, como Arthur Andersen. Al momento de su quiebra, Enron aseguraba tener 60.000 millones de dólares en activos, pero lo que no dijo es que se trataban de activos potenciales.
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La debacle de esta gigante corporación, símbolo de la prosperidad estadounidense, tiene mucho que ver con su sistema creativo de contabilidad, en que 881 empresas asociadas, con sede en paraísos fiscales, no solo absorbían las ganancias (así los ingresos quedaban fuera de los libros y no declaraban impuestos) sino las pérdidas, descritas como inversiones en la contabilidad, avalada por Arthur Andersen.
Esta práctica de números ficticios se volvió común, así lo demostraron las posteriores quiebras de otras millonarias corporaciones: WorldCom, Quest y Global Crossing.
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