La situación se dificultó cuando Castro, vestido de terno oscuro, camisa blanca y de lento caminar, bajó a la primera planta: las personas que lo seguían querían estrechar su mano, que firme autógrafos y hasta hubo quien le pidió un abrazo, gesto complicado si el espacio apenas dejaba la posibilidad de respirar.

Ante la avalancha, la guardia de Castro lo protegió y buscó las puertas de salida. Fue cuando se le acabó el tiempo para ver las obras de su amigo. Y para llegar a la residencia, donde le esperaban con el almuerzo, se tomó su tiempo.

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Apoyado en el hombro de Pablo Guayasamín, hijo del pintor, subió y se sentó en un costado del patio durante cinco minutos. Respiraba aceleradamente.

A pesar de los apretujones, Castro estaba alegre. “Estoy cansado y feliz por todo lo que he vivido esta mañana. El ecuatoriano es un pueblo muy generoso. La Capilla es maravillosa: mejor de lo que soñamos”, expresó el mandatario cubano.