Esta intención de expandir el Islam (‘entrega a Dios’) como modo ideal de vida surgió con la peregrinación de su fundador, el profeta Mahoma en el año 628, desde la ciudad de Medina hasta La Meca, de donde había sido expulsado seis años antes por la rica aristocracia árabe.

Con la llegada de Napoleón Bonaparte a Egipto (1798), Europa tomó conciencia de la existencia de un reino en expansión en el Asia Central. Desde entonces y con especial énfasis en el siglo XIX, las naciones árabes (no necesariamente musulmanas) e islámicas vieron cómo sus gobiernos eran cada vez más dependientes de Europa en los político y económico, lo que se contradecía con la propugnada superioridad del Islam sobre las demás religiones y sistemas sociales.

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Las delegaciones europeas, con el apoyo de las élites gobernantes, impusieron nuevas costumbres y los líderes musulmanes denunciaron la degradación del Islam.

Además, más de una dinastía gobernante se benefició con la explotación del petróleo y el comercio con sus nuevos socios europeos, profundizando la brecha entre las élites y la masa de la población, de mayoría analfabeta, sometida y más religiosa.

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Al malestar religioso se sumó la opresión de los gobiernos nacionalistas, que provocaron la reacción violenta de las numerosas etnias, como los kurdos (Turquía e Iraq).

Es este ambiente donde surgen los grupos armados, que claman por un Islam fiel a sus orígenes: en el que todos los creyentes son iguales ante Alá (Dios), lo que debería reflejarse en el sistema socioeconómico; monoteísta y que rechaza su división en facciones (chiítas, sunnitas, sufis, wahabistas, etc.).

En esta lucha los enemigos varían desde los infieles (no musulmanes) hasta los políticos que negocian con ellos (como el gobierno de Arabia Saudita, aliado de EE.UU.).