La borrachera es como un escape a la falta de obras básicas y dinero en el cordón fronterizo norte.
Es mediodía. Una decena de hombres están tendidos, duermen o deliran en la acera y la calle de tierra. Otros tantos, tambaleantes, se abrazan entre sí y beben el aguardiente de una botella que cuesta dos dólares, el mismo valor que perciben como jornal por un día de trabajo o por tres racimos de plátano que sacan de sus fincas, luego de ocho horas de caminata.
Las mujeres, con sus hijos en brazos o en la espalda, están atentas para levantar a sus parejas cuando se caen, para recibir los golpes cuando se enfurecen.
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“Qué más queda, toca esperar que ellos se diviertan para volver a la casa”, expresa María Pai. Ella lleva ropas desgarradas, un hijo en su espalda y para calmar el hambre come mandarinas que trajo de su finca. Es sábado y el retorno a casa será domingo o lunes. Los portales, en especial el de una vivienda que hace de biblioteca, sirven de hospedaje.
El sol se esconde entre las nubes y parece no querer ver este cuadro, común de jueves a domingo en la parroquia Chical, 104 km al oeste de Tulcán, en la frontera con Colombia. Ahí, hasta el policía del pueblo se une a una especie de desahogo con alcohol.
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Ángel, de 28 años, tiene como apellido lo que más le falta: Dinero. Labora en las fincas de sus vecinos pese a que posee una propiedad.
Dinero demuestra algo de lucidez y relata sus penurias: “No tenemos (una) vía que sirva para sacar los productos. Todo se pierde, el plátano, la yuca. No hay escuela, centro de salud, nadie se acuerda de nosotros”. Unos diez hombres tambaleantes nos rodean, se ponen furiosos y gritan contra “esas...autoridades”.
“Los ocho dólares que se gana a la semana no alcanzan para la remesa (víveres), peor para la ropa. El trago compramos entre todos”, dice un hombre de rostro lastimado por una pelea callejera.
Es la misma realidad, alcoholismo y pobreza, la que afecta a los habitantes de Chical San Marcos, El Blanco, El Guare, San Carlos y otros pueblos ubicados a lo largo del cordón fronterizo.
“Aquí todos los hombres toman demasiado”, afirma Fidelina Cuscatel, residente en el centro de Chical, donde la energía eléctrica, agua entubada, escuela y el destacamento militar, son los pocos servicios que provee el Estado.
Evarista Cabezas afirma que los fines de semana llegan también los residentes de Tallambí (Colombia). “Al otro lado están, de vez en cuando, los de las FARC y vienen de civil a divertirse”, dice la mujer.
La pobreza es evidente en esta zona. Las casas son de tabla, para cocinar utilizan fogones de leña. El agua la cogen de los esteros. Los menores ayudan a sus padres en la agricultura y los acompañan en sus jornadas de borrachera.