El número 618 del Catecismo de la Iglesia, en su versión española, resulta un tanto espeso. Mas siendo capital para entender la vida entera, me atrevo a proponerle que lo lea detenidamente cuantas veces haga falta.
Dice así la primera parte de este número: “La Cruz es el único sacrificio de Cristo, único mediador entre Dios y los hombres. Pero porque en su Persona divina encarnada se ha unido en cierto modo con todo hombre. Él ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios solo conocida, se asocien a este misterio pascual”.
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Esto quiere decir, traducido al sencillo, que Jesús a nadie priva de la Cruz. No porque se goce con el sufrimiento de los suyos, sino porque para resucitar con Él, resulta imprescindible padecer con él. Y por eso –continúa el Catecismo– “llama a sus discípulos a tomar su cruz y seguirle”.
Es lo que nos recuerda el Evangelio de la Misa; que después de subrayarnos la necesidad de amarle más que a nadie, recoge estas palabras del Señor: “quien no toma su cruz y me sigue no es digno de mí” (Cf. Mateo 10,37-42).
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Mas antes de centrarnos en esta condición imprescindible para ser discípulo de Cristo, regresemos a lo dicho por el Catecismo de la Iglesia: “Él quiere, en efecto, asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios. Y eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor”.
Con esto se nos advierte que quien va a beneficiarse de los méritos de Cristo (como podemos ver que sucedió con su Bendita Madre) es asociado a la Cruz. De modo que encontrar la Cruz en el camino, lejos de significar castigo para el caminante, es señal indiscutible de predilección.
Pero en el Evangelio de hoy domingo, al poner el posesivo “su”, no se nos habla de una cruz en general sino de la de cada uno, de la mía. Y eso me hace descubrir que no se trata de una cruz cualquiera, ni de una cruz en serie, ni de una cruz acomodada a mis deseos. Se trata de la cruz que Dios me asigna a mí, de acuerdo con sus planes salvadores.
Se trata de una cruz “a la medida”. Perfectamente calculada para hacerme santo. De una cruz que al ser llevada, si no rechazo la proporcionada gracia con que Cristo me la manda, me da serenidad y hasta alegría.
Se trata de una cruz que va cambiando con mi vida. Durante los primeros años fue la cruz de los esfuerzos, la del duro aprendizaje, la de los sueños frustrados y la de los problemas materiales. Después, la de la convivencia con personas tan opuestas a mis gustos. Y por último, la cruz de la salud mermada y la de mi incapacidad para querer a Dios como me gustaría.
Nunca ha sido insoportable. Si algún día la consideré insufrible, se debió a mi resistencia a convertirla en Redención. Porque pesa tanto más la cruz, conforme menos se la quiere. Mientras que en la medida en que nos decidimos a abrazarla, comienza a alivianarse.
Mas después de meditar sobre mi cruz, medito en la del Papa. ¡Cómo la lleva este hombre! Sin duda anhelaría un buen morir en una buena cama. Pero carga con “su” cruz y sigue tras de Cristo. Antepone su misión a los achaques. Nos predica sin parar dos colosales verdades: que el Señor le quiere con predilección, y que el Papa que tenemos, gran amante de María, sabe darlo todo por nosotros como Ella.