La evolución del fútbol ecuatoriano logró su justo premio: el mundial
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Hasta no hace mucho tiempo –doce años para ser precisos–, una de las gestas del fútbol ecuatoriano era el triunfo de Barcelona sobre Estudiantes. Le había quitado el invicto en La Plata al gran tricampeón de América con aquel gol del padre Bazurco.
Vista ahora desde el prisma de esta histórica clasificación mundialista, aquella parece una victoria ínfima, insignificante. Se redujo al nivel de simple recuerdo feliz. Sucede que en el término de esta docena de años, el mismo Barcelona alcanzó dos veces el subcampeonato en la Copa Libertadores y Ecuador comenzó a escalar posiciones en el escalafón continental. Ganar se tornó cada vez más frecuente; y vencer a ciertos rivales (Perú, Bolivia, Venezuela, Chile, incluso Uruguay) adquirió el tinte de cosa normal, hasta lógica.
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El recuerdo de las hazañas de Alberto Spencer en Uruguay y del paso de algún otro ecuatoriano por el fútbol argentino (Rómulo Gómez en Lanús, Jorge Pibe Bolaños en River) fue perdiendo poco a poco relieve frente a la salida cada vez más común de futbolistas hacia tierras extranjeras: el suceso de Álex Aguinaga en México, la llegada de Iván Kaviedes a Italia y España, el inminente desembarco de Agustín Delgado en Inglaterra, la aparición de Ulises De la Cruz en Escocia.
No hay una subestimación del ayer ni ingratitud, tampoco ha fallado la memoria. Sucede, simplemente, que Ecuador ha crecido. Tanto que ni sus rivales pueden reconocerlo de grande y fornido que luce. Lo que antes era una bendición del fixture -enfrentar a Ecuador- se ha convertido en riesgosa obligación para todos.
Se estaba dando un proceso de evolución muy marcado, absolutamente indiscutible, como sucede hoy con Venezuela, al que muchos no advierten o prefieren ignorar. Pero faltaba el broche, la gran conquista que otorgara el diploma de graduación de fútbol competitivo. Es este que se acaba de obtener con el pasaje al Mundial.
Por eso, para Ecuador este logro tiene amplio significado: el de llegar por fin a la meca del fútbol, el de ganar el respeto y el reconocimiento internacional, crear una mística triunfal para las generaciones venideras y retemplar el espíritu de toda la nación.
Mérito propio
Todos saben ahora lo que implica jugar contra Ecuador, trabar con uno de sus hombres, marcar a sus delanteros o pasar a sus defensas. Es cometido áspero y complejo. Requiere de fuerza y talento. Están avisados.
Es el mérito inmenso de este grupo de muchachos, anónimos combatientes hace diecinueve meses, héroes deportivos hoy.
De ellos y de la conducción magistral de Hernán Darío Gómez, quien obtiene de este modo su consagración internacional definitiva.
A Bolillo le sucede lo que a Bora Milutinovic: se descree de su capacidad. Están obligados a ganar, a obtener objetivos permanentemente para no caer en desgracia con la chusma. Si no salen vencedores, son vistos como simples vendedores de baratijas.
Nadie les regaló nada al técnico y los jugadores. La altura de Quito fue aliada, aunque no la trama argumental de la película.
Las cartas triunfales fueron la personalidad ganadora, el carácter indomable y guerrero de casi todos, la calidad de varios.
Desde Draskovic
El fenómeno evolutivo comenzó sin dudas con Dusan Draskovic, a quien la desmemoria le niega el reconocimiento adecuado. Y debe ubicarse hacia 1989.
Casi nadie creyó que estaba progresando, muchos de sus méritos se ironizaron con una frase que venía de más lejos y que incluso llegó a hacerse carne tristemente: “Jugamos como nunca y perdimos como siempre”. Es hora de arrojarla al cesto, su significado ha perdido toda vigencia, afortunadamente.
¡Parece mentira, Ecuador al Mundial! ¡Qué bonito suena! Congratulaciones.