Participé de una universidad que soñó y, a veces, generó verdadero debate. No hago referencia, en exclusiva, al hacerlo en clase –ya se sabe cuánto afecta el encarcelamiento de los sílabos a un verdadero diálogo, extenso, antes que a la burocratización de la información–. Hablo –sueño aún, ya con nostalgia– de esas conversaciones en la cafetería o al salir del aula. Es decir, hacer universidad, conversar, dialogar, departir, curiosear, escuchar, apasionarse. Sueño –lo soñé con otros colegas y alumnos– con esas conversaciones que imitaban y prolongaban los diálogos de Tolkien o Lewis con sus estudiantes al caer de la tarde. Recuerdo, por ejemplo, las conversaciones sobre La carretera de McCarthy, alguno que recitaba Lo fatal de Rubén Darío, la temática de los Westerns de Sergio Leone y la devastadora y catártica American Beauty. Recuerdo las conversaciones –contemplando Quito a los pies– sobre Mircea Eliade y el tiempo, las mitologías, Gadamer, Dostoievski y Nietzsche. Hubo entonces algo más, hubo eternidad, así como amistad, cariño, belleza.

La universidad no es el estar sentado soportando el repetir de ideas de un profesor sin pasión que se pavonea bajo un título ni el gozo ante un profesor que bombea sangre y al que le salpican los ojos y la adrenalina le consume el cuerpo como pólvora. La universidad es aquello que sucede en los pasillos, en los cambios de hora, en la biblioteca. Lo que es lo mismo: el tiempo que se va –gratuito– en la escucha atenta, respetuosa y agradecida. La universidad es el diálogo –no el anhelo del viernes o del título que llegará un tiempo después–. Es la conversación que no acaba en uno ni dos ni tres semestres, es la conversación que nace allí –esa chispa, ese rayo que enciende un bosque– y no acaba hasta la muerte. Ya lo sabía Gadamer, claro.

Esa universidad apenas existe.

Atrofiada –con suerte– surge aquí y allá. Devorada por la inmediatez que escapa de la serenidad, la reflexión, la pausa y todo aquello que llena el espíritu, y por la ambición del dinero: la universidad trocada en negocio y pirotecnia del marketing.

Yo fui parte de una universidad que soñó y ahora no es más que la parodia de sí misma. Fui parte de una universidad que se autodenominó “humanista”, “personalista” y todo eso que es allí ya apenas confeti, carcajadas en el viento y sueños rotos.

Mi experiencia compartida con varios colegas y alumnos –brillantes, varios– fue la de ser testigos de la caída. Decían los medievales: corruptio optimi pessima. Despidos desalmados, humillaciones, secretismo, control, argolla y ambición.

En mi caso, muerdo el dolor y la pena de un despido –hace ya un año– de ese lugar donde fui feliz, al que dediqué siete años –alumno y profesor– y del que me apartaron sin –siquiera– la limosna de un gracias. ¿La razón? Un cambio de pensamiento, un cambio de vida, una elección de más luz y plenitud y belleza y paz. Fui parte de una universidad que, en definitiva, soñó y ya solo es pesadilla.

Nómada soy aún –lo reconozco– en busca de ese fuego de la docencia del que fui apartado y al que aún no regreso. La situación mundial, es cierto, lo complica. No me rindo. Uno sabe dónde es feliz. (O)