Cuando entre ambos se instala el silencio, por ejemplo al contemplarse sobre una taza de café, al caducar las emociones que perviven y proliferan en palabras, entonces se escucha diáfano –que nunca calla en el amor– al cuerpo. Las manos, sin previa resolución, se encuentran ya entrecruzadas como espinos, sogas o serpientes. El cuerpo anhela la unión sin anticipada reflexión, reniega de las palabras, lo que es decir los conceptos, su lengua es otra, germinal, anterior, indiscutible. El abrazo, tan natural. No surgen, los brazos, por razón diversa. El cuerpo antecede a la abstracción y es sabio, su naturaleza pertenece al silencio y su decir es susceptible de lo inefable, el terreno del amor y lo nebuloso. Los cuellos que se enlazan procurando la espiral. La piel, el tacto del largo antebrazo, la calidez del dorsal de la mano. La piel originada para el roce. La comunicación de los cuerpos –veremos– lo es de las almas. Los ojos, el marrón de miel o avellana, el azul de gruta del mar, el verde de veneno chispeante, de embalse de agua amazónica. Las manos indagan y se pierden en los cabellos, ansían su aroma, el enredo. Caso paradigmático: el del beso que requiere y suscita el silencio, abolir la voz, los labios incapaces del correcto decir amoroso recaen en la ausencia de la palabra y encuentran allí, en ese contacto de cómplice reniego, de ausencia, la adecuada enunciación de su misterio. El amor y su abecedario de carne.

El cuerpo y el alma. El tacto entonces, lo mismo que los ojos auscultadores, que la oreja atenta al matiz, rastrea en la piel delicada –los poetas la han cantado de mármol o marfil–, en sus pliegues, el acceso al alma. Las manos que sostienen las mejillas, que sujetan –como se lee un poema– el cuello, los pulgares morando tras los lóbulos de la oreja. La nariz –nostálgica– revive el encuentro inicial, el perfume radical, la prístina cercanía de ese ser. Como si al absorber los datos fragmentarios del otro –la puerta de los sentidos– se proyectara su alma encarnada. Decir: existes como materia, existes más allá de la materia.

El cuerpo es el alma, el alma es el cuerpo. Interrogante ardiente, velada, la intuición aristotélica. Siluetas incompletas y complementarias las de los cuerpos –dos cuerpos que son dos almas– gravitando entre sí. El amor propende a la mutua disolución, ya no dos sino uno. El amor que acopla frente al odio que disgrega y mata. “Paráfrasis biológica”, lo llamó Durrell. El cuerpo sigue al alma, la revela, la entrega. Ritual atávico el del cuerpo, ceremonia del amor. “Un método primitivo de poner los espíritus en contacto, de comprometerlos”. El abrazo estrecho, la cercanía de las miradas, los dedos confundidos, el silencio compartido. Unidad que se traduce en inmediación y que quiere ser inalcanzable fusión. Escapar de uno y desaparecer en otro. Una fuga, una salvación. Fusión imposible la de los cuerpos que se buscan y en el mismo gesto se repelen. La frontera de la materia. Apenas metáfora e incentivo en el cuerpo, literalidad en el alma. Desaparecer en el otro, en el léxico del espíritu, reside en el abolirse –desollar la carne– para rehacerse en el otro. (O)