Teme al hombre de un solo libro –Timeo hominem unius libri, ya lo decía Aquino–. Teme al hombre que ha leído (y muy despistado) una sola vida, la suya. Teme al que se rodea –sin fatiga– de gente idéntica: un cuarto de espejos sin ventanas. Teme al que cree tener resuelta la vida y sus preguntas: los enigmas solo acaban con el enigma mayor de la muerte.

De mil y una maneras se ha dicho lo evidente, que leer novelas es vivir otras vidas. Si pensamos en nuestros relatos favoritos –sea los que escuchamos de nuestros padres en la infancia, sea en las series y telenovelas–, caemos en la cuenta de que esas “aventuras” son prolíficas en peligros, traiciones y dificultades. Incluso, en varias –por no decir la mayoría–, destaca un héroe, aquel que se sobrepone y explota su naturaleza hasta el extremo. Fácilmente comprendemos –como separamos la luz de la sombra– la mezquindad de nuestra vida, achatada, pequeña, salvo honrosas excepciones. No leer es ser protagonistas de una sola biografía –esa que mencionamos, atrofiada–. A la vez que prolongamos el encierro en el polvoriento cráneo, recuerdos e ínfimos horizontes, poco más. Una vida segura –sin dragones ni sirenas ni paisajes idílicos o una luna que descubre los huesos–, una vida que no sea digna de una novela –las hay silenciosas, pensemos en Ishiguro o Light Years– es apenas un simulacro de vida.

La ficción no solo es “real” como nuestra vida, sino aún más.

La novela es una existencia con lupa, donde la materia del mundo quema los sentidos. El arte ilumina y afina la mirada, luego de leer –al cerrar el libro y volver la vista a la habitación– la realidad ha cambiado sin dejar de ser la misma: el mar truena de otra manera, el aire huele distinto y entiendes que tus decisiones –y no el tiempo que dejas que vaya sin más, que es también una decisión– tejen la trama. La lectura consiste en una suerte de acupuntura que despierta los nervios con palabras.

Allí donde uno lee se descubre un techo, se enciende un fuego y el tiempo se convierte en estímulo.

Leer novelas es vivir otras vidas. Y aunque parezca obvio, varios no lo entienden: otras, no la nuestra. No se lee para confirmar nuestras ideas, tampoco para que el protagonista piense o actúe similar a nosotros. Son otras personas los personajes. Leer, a diferencia de mirar en la calle o en una cafetería a una persona e intuirla –¿quién nos encargó juzgar?–, es escuchar una confidencia, asomarse a un corazón atribulado y confuso. En concreto, asistir al golpe emocional que le suscitan los eventos, su relación con lo circundante –personas, animales, climas–, las preguntas que lo asaltan en esta o aquella situación, su perspectiva y el motivo de su actuar moral, etc. Leer es procurar comprender y empatizar –palabra de moda–, a más de tropezar con frecuentes instantes de belleza.

En ese sentido, la novela es pilar ineludible del diálogo y una convivencia humana.

Por último, la novela rescata el valor que es cada uno –Juan Pablo Castel, Lolita–. Cada persona –su libertad, su dolor– conlleva un misterio superior al de las estrellas. De ahí la nostalgia del que parte –o del personaje que se apaga cuando el libro concluye–. (O)