Improvisé una oficina con un sillón de peluche rosado y una mesa verde a la que arrastré hasta el ventanal que se abre a un paisaje andino como salido de un sueño. Mariposas y colibrís, una lámpara de donde cuelgan cedés y afiches de manga japonesa en las paredes completan el decorado. Me he apropiado del cuarto de mi sobrina adolescente y mientras escribo escucho cómo sus hermanos se columpian en el jardín. Mientras tanto, mi hermana hace malabares en la cocina para intentar complacer mi adicción al café, con una cafetera napolitana de aluminio a la cual la cocina de inducción insiste en rechazar, así que estamos experimentando una técnica revolucionaria: café Moca a baño María.

Improviso para seguir siendo yo lejos de las cosas que rodean mi vida cotidiana en Alemania: mi sofá cama y mis zapatos rojos (por qué diablos no los metí en la maleta), mis discos de Ella Fitzgerald y Concha Buika, David Bowie y Brahms (regados por toda la casa, las cajas rotas, esos desquiciados compañeros de mi soledad) y mi escritorio mágico: un antiguo pupitre rescatado de una escuela de Dresde bombardeada durante la guerra.

Y es que hoy me encuentro de visita donde un día estaba en casa. Donde durante veinticuatro años estaban mis cosas, mi gente, mis rutinas y paisajes, mi comida y mi forma de hablar mi lengua, hoy estoy de paso.

Recorro los lugares de mi infancia, las curvas de Guápulo por donde bajé y subí durante dos décadas, los descachalandrados puentes de Quito desde los que a veces se escucha el rumor del río invisible de esta ciudad. Vuelvo a panaderías y tiendas, cevicherías y bares, bibliotecas y callejuelas donde todavía pasean los fantasmas de mis aventuras urbanas en el barrio de la Mariscal.

Atravieso en un taxi el tráfico infernal de Quito. Pasamos ante el portón de la casa que me vio crecer, con su biblioteca mohosa y sus laberintos de cuartos y secretos, cuando en la radio empieza a cantar Ricardo Perotti: “Voy dejándome llevar al paso de la tarde, navegando por las olas como una aventura, hoy no tengo más que hacer que ver el sol caer, basta con que estés…”. Me desplomo entonces del acantilado en donde me sostenía apena s, intentando mantener el control de mis emociones y me hundo en una marea tan poderosa de nostalgia que hasta el paisaje se torna acuoso y las calles se cubren de un velo de tristeza. “Basta con que est és, en el sencillo paso de los días, en la razón de la melancolía de esta tarde en la que…” y pienso en el reencuentro con mi padre, en la montaña rusa de sentimientos que me zarandea cada vez que vengo de visita al hogar.

Sentada sola en ese taxi, me doy cuenta de que nunca estamos preparados para regresar al hogar que alguna vez abandonamos.

Quemar las naves, no mirar atrás, volver de visita como si paseáramos por un museo que contiene los momentos del transcurso de nuestras vidas, erigir un muro de protección entre lo que somos y lo que fuimos, aferrarnos a la cima de esa montaña que construimos con tanto esfuerzo en ese país lejano adonde llegamos sin nada. Llegamos sin leng ua a enfrentarnos a rostros desconocidos, a calles sin recuerdos, a paisajes sin historias que nos observaban indiferentes. Y poco a poco, sostenidos por una resistencia emocional de la que nos creíamos incapaces, hemos encontrado nuestro lugar entre esos extraños, hemos descubierto que tenemos en común más de lo que pensábamos, que las calles de una ciudad extranjera también pueden volverse nuestras, poblarse de nuestros propios recuerdos.

Construimos con paciencia, con aciertos y errores, un hogar, como lo hacen todos los seres humanos, nómadas o sedentarios, para sobrevivir al caos del mundo, al vértigo del tiempo que se nos escapa entre los dedos. Los hogares tienen muchas formas y colores, infinitas combinaciones, lo único que cuenta es que los hayamos erigido en libertad y con el fin de resguardar esa libertad. Y, sin embargo, llega el día en que nos enfrentamos al descubrimiento de que la montaña de nuestras vidas, sólida o tembleque está sobre un acantilado: es un mínimo refugio construido ante la inmensidad agobiantemente hermosa y profunda del mar. Estamos rodeados de un océano de fuerzas ocultas y extrañas que tiran de los hilos de la vida y la muerte. Estamos rodeados también de los abismos interiores que nos habitan. Es imposible, por ello, no mirar atrás, quemar las naves que nos llevan de vuelta al pasado, al hogar primigenio que empieza donde termina la “patria”.

Reconozco que me estoy aproximando a mi tierra natal cuando mis vecinos de asiento en el avión bromean durante las pavorosas turbulencias (“¡qué bestia el empedrado!”) y en lugar de aburrir a la azafata con “un whisky, por favor”, le dicen con cantadito riobambeño: “no sea malita, regáleme un whiskycito”.

No se olvidan los rostros amados, ni las manos que nos dieron de comer. Estamos condenados de por vida a soñar desde lejos con esas amigas con las que bailábamos Maná y Vilma Palma e Vampiros en las primeras fiestas adolescentes.

Durante esta visita a casa he llorado cada día, en brazos de mi hermana en el aeropuerto, de la mano de mi abuelo en el comedor, con mi mejor amigo, ron en mano, en un bar. He llorado ante la evidencia de que todas esas personas que en mi vida cotidiana en el extranjero viven en la pantalla de mi celular y en mis sueños, son personas de carne y hueso, son seres capaces de conmoverme hasta las lágrimas, son una parte de mí que no sé si “basta con que en algún lado esté”. (O)

Los códigos secretos que nos unen a la gente de nuestra tierra nunca se desvanecen de la memoria. Tampoco podemos extirpar los recuerdos, ni matar la añoranza de un ritmo y una forma de sonreír.