De casta le viene al galgo, se podría decir en este caso.

El padre fue periodista. Y de los mejores. Y fue humorista. Y de los mejores.

Recuerdo a Gonzalo Bonilla Cortez, a quien nadie llamaba así, sino el Negro. El Negro Bonilla. Y lo era, no solo por su piel morena, sino por esa causticidad tan suya, tan personal, tan única. Duro a veces, lacerante a veces. Inteligente siempre. Pero era variopinto en su amistad, en su generosidad, en su manera de ver y de juzgar las cosas.

Lo conocí en el paleolítico temprano, cuando, en plena dictadura de Bombita, comencé a hacer periodismo en el desaparecido diario El Tiempo de Quito, donde algunos escritores mantenían una columna que marcó toda una época y que, turnándose en redactarla, firmaban con el seudónimo de Los Picapiedra. ¡Qué época feliz! Feliz para los lectores que, ávidos, esperábamos que Los Picapiedra salieran por los fueros del humor y se burlaran del poder, lo desacralizaran. Vieran la otra cara de la realidad e hicieran que todos, además de reflexionar, sintiéramos en el alma esa alegría socarrona e indómita, fresca y desbocada.

El Negro mantenía, además, una columna en que, tomando viejos sucesos de la historia, los traía al presente con un estilo ágil, ameno, delicioso. Lo curioso es que en su vida era también un humorista: conversar con él resultaba no solo esclarecedor por la enorme cultura de la que era dueño, sino agradable por las improntas con que marcaba cada frase, por la manera en que narraba sus propios sucedidos y por el especialísimo enfoque que daba a los avatares de la realidad circundante.

Murió joven el Negro. Pero dejó sus libros, uno de los cuales, A contrafilo, resulta de lectura obligada para quien quiera acercarse a un escritor en serio que, en broma, se enfrenta con las verdades más verdaderas de la vida, como filósofo que fue. Como el irreverente que será por siempre.

Bonil, para entonces, se llamaba Javier. Apenas era un niño, quizás un adolescente que vivía bajo el manto del asombro: su padre perseguido por las cosas que escribía, su padre preso. Pero su padre sin perder jamás ese don contagioso de escarnecer la realidad.

Bonil se hizo después Bonil. Se fue haciendo de a poco. Trazo a trazo. Y comenzó a publicar sus dibujos mientras estudiaba Sociología y no sé qué otras inteligenteces de ese jaez. Y eso se nota: sus dibujos se fueron cargando de una visión cada vez más sagaz, más aguda, más certera. Afilaba su puntería y, como un dardo, pegaba en el centro.

Y así fue madurando, creciendo, dotando a sus trazos de esa huella digital que los hacen únicos, personalísimos, irrepetibles. Más que lo que pone, creo que es lo que elimina, hasta llegar a la esencia: ese es su mayor don.

Su padre dibujaba con letras el sarcasmo. Su hijo lo hace con líneas.

Acaba de ganar un premio, que nos enorgullece a todos. Pero es él quien nos da, cotidianamente, a nosotros, sus lectores, sus “videntes”, el premio de encontrarlo. Y eso es bastante, sobre todo en estas épocas de tanto desamor y tanto y tanto deshumor.