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Últimamente, las noticias financieras han estado dominadas por reportajes sobre Grecia y otros países de la periferia europea. Y con toda razón.

Sin embargo, me preocupan los artículos que se centran casi exclusivamente en las deudas y déficits europeos, lo que transmite la impresión de que todo se trata del derroche gubernamental; lo cual alimenta al discurso de nuestros propios halcones del déficit, que quieren cortar el gasto aun de cara al desempleo generalizado, y levantar a Grecia como ejemplo perfecto de lo que sucederá si no lo hacemos.

Ya que la verdad es que la falta de disciplina fiscal no es el único origen, ni siquiera el principal, de los problemas de Europa; ni siquiera en Grecia, cuyo gobierno fue en efecto irresponsable (y ocultó su irresponsabilidad con una contabilidad creativa).

No, la historia verdadera detrás del eurocaos se encuentra no en el derroche de los políticos, sino en la arrogancia de las élites; específicamente, en las políticas que empujaron a Europa a adoptar una sola moneda mucho antes de que el continente estuviera listo para tal experimento.

Hay que considerar el caso de España, que en vísperas de la crisis parecía ser un modelo de ciudadano fiscal. Sus deudas eran bajas –43% del PIB en el 2007, en comparación con 66% en Alemania–. Administraba excedentes presupuestales. Y tenía regulaciones bancarias ejemplares.

Sin embargo, con su tiempo cálido y sus playas, España también era la Florida de Europa –y como Florida, experimentó un enorme auge en la vivienda–. El financiamiento de este auge provino principalmente del exterior: hubo una afluencia gigantesca de capital del resto de Europa, de Alemania en particular.

El resultado fue un crecimiento rápido, combinado con una inflación significativa: entre 2000 y 2008, los precios de bienes y servicios producidos en España aumentaron 35%, en comparación con un incremento de solo 10% en Alemania. Gracias a los costos en aumento, las exportaciones españolas se hicieron cada vez menos competitivas, pero el crecimiento en el empleo siguió siendo fuerte gracias al auge de la vivienda.

Y, entonces, reventó la burbuja. Creció el desempleo español, y el presupuesto entró en un déficit profundo. Sin embargo, la avalancha de tinta roja –causada en parte por la forma en la que la depresión redujo los ingresos y en parte por el gasto de emergencia para limitar sus costos humanos– fue resultado, no una causa, de los problemas de España.

Y no hay mucho que el gobierno español pueda hacer para mejorar las cosas. El problema económico central del país es que los costos y precios están fuera de control con respecto a los del resto de Europa. Si España todavía tuviera su antigua moneda, la peseta, podría remediar ese problema rápidamente mediante una devaluación –por decir, reduciendo el valor de la peseta en el 20% contra otras monedas europeas–. Sin embargo, España ya no tiene su propia moneda, lo que significa que puede recuperar competitividad solo mediante un proceso lento y agotador de una deflación.

Ahora, si España fuera un estado estadounidense en lugar de un país europeo, las cosas no serían tan malas. Por una parte, los costos y precios no se habrían salido tanto de control: Florida, que, entre otras cosas, pudo atraer libremente a trabajadores de otros estados y mantener bajos los costos laborales, nunca experimentó algo parecido a la relativa inflación española. Por otra, España recibiría mucho apoyo automático en la crisis: quebró el auge de la vivienda en Florida, pero Washington sigue enviando los cheques de la asistencia social y Medicare.

Sin embargo, España no es un estado estadounidense, y como resultado, tiene problemas profundos. Grecia, claro, tiene problemas más profundos porque los griegos, a diferencia de los españoles, fueron en realidad irresponsables fiscalmente. No obstante, Grecia tiene una economía pequeña, cuyos problemas importan principalmente porque desbordan a economías mucho más grandes, como la de España. Así que la inflexibilidad del euro, no el gasto deficitario, está en el centro de la crisis.

Nada de esto debería ser una gran sorpresa. Mucho antes de que existiera el euro, los economistas advirtieron que Europa no estaba lista para una sola moneda. Sin embargo, se ignoraron estas advertencias, y llegó la crisis.

¿Ahora qué? Prácticamente es impensable la dispersión del euro, por una mera cuestión de viabilidad. Como lo expresa Barry Eichengreen de Berkeley, un intento por reintroducir una moneda nacional dispararía a “la madre de todas las crisis financieras”. Así que la única salida es avanzar: para hacer que funcione el euro, Europa necesita avanzar muchísimo más hacia la unión política, para que así los países empiecen a funcionar más como estados estadounidenses.

Sin embargo, eso no sucederá pronto. Lo que probablemente veamos en los siguientes años es un proceso doloroso de arreglárselas de una u otra forma: rescates acompañados de demandas de austeridad brutal, todo contra un fondo de un desempleo muy elevado, perpetuado por la agotadora deflación que ya mencioné.

Es un panorama horrible. Sin embargo, es importante entender la naturaleza del fatal error de Europa. Sí, algunos gobiernos fueron irresponsables; pero, el problema fundamental fue la altanería, la creencia arrogante de que Europa podría hacer que una sola moneda funcionara a pesar de razones contundentes de que no estaba preparada.

© 2010 The New York Times News Service