Germán Arteta
.- El crecimiento de la metrópoli guayaquileña y otros factores que influyeron en su quehacer cotidiano desde antes de la segunda mitad del siglo pasado, hicieron que muchas costumbres tenidas casi como una identidad del Puerto Principal cambiaran drásticamente para desconsuelo de un buen porcentaje del vecindario que mantenía su predilección por el ambiente de aquella época.
Este recuerdo toma vigencia a propósito de los trabajos por atenuar los problemas del crecimiento del islote El Palmar, producto del sedimento acumulado durante lustros que restó la navegabilidad y belleza del río Guayas, al punto que desapareció el paisaje frente al malecón de la ciudad con muchos barcos ecuatorianos y extranjeros de respetable calado, que con su ir y venir avivaron el pujante desarrollo comercial de la urbe, sin dejar de emitir la clásica pitada de saludo mientras anclaban incluso hasta la altura de la avenida 9 de Octubre.
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En la actualidad son escasos los barcos que avanzan un gran trecho del Guayas, pues llegan hasta el Puerto Marítimo y desde allí, esporádicamente, dan sus pitadas de arribo y/o despedida que suelen pasar inadvertidas para los moradores por el bullicio de una ciudad en incansable trabajo de todo tipo.
Una novedad similar ocurre con las campanas de las iglesias católicas, pues en escaso número y ocasionalmente se dejan escuchar. Pocas convocan a los fieles a misa o doblan por los muertos del barrio. Felizmente, las de la Catedral, San Francisco y otras que no son muchas en el centro y en sectores apartados mantienen la costumbre que, como la de las pitadas de los barcos, inspiraron a poetas compatriotas como el guayaquileño Abel Romeo Castillo, autor de romances que exaltan la tradición.
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A propósito de estos particulares casos, una curiosa nota de Diario EL UNIVERSO del viernes 13 de febrero de 1931 consignó: “Ordenanza del Silencio regulará el repique de campanas en los templos y la pitada de los vapores fluviales”. La Ordenanza del Silencio fue aprobada en primera y pasó a segunda. Con esta ordenanza se prohíbe terminantemente que las iglesias de la ciudad repiquen sus campanas antes de las seis de la mañana, hora en que todavía duerme la mayor parte de las familias; y las incesantes pitadas de los vapores a la entrada o salida del puerto, y las serenatas, solo se permiten hasta las once de la noche”. En tiempo que se dictó esta ordenanza el Concejo de Guayaquil lo presidía el prefecto Alberto Guerrero Martínez y los ediles eran José María Chávez Mata, Eduardo C. Guerrero, Agustín Rendón, Elías Andrade y Jorge Illingworth. El síndico, Víctor S. Palacios O., y el secretario municipal, Arnaldo F. Gálvez.