La Bahía, 'madrina' del regateo y el corazón vivaracho de la Perla

!‘Ay papá, tu eres muy bueno papá/ Te doy las gracias papá/ Por ser tan grande papá...’, suena por uno de los parlantes que María Ruiz coloca todos los días afuera de su negocio de venta de artefactos musicales en el pasaje Villamil en la Bahía.Desde las 10:30, sentada en una silla de plástico y con gafas oscuras, esta azuaya de 40 años asegura que con la música del Joe (Arroyo), hace dos años, cuando llegó de Cuenca, le pone ‘sabor’ al ambiente para trabajar con alegría.La pegajosa y añeja salsa solo es la entrada a un mundo inundado de sonidos cotidianos que se abre camino entre camisetas del Manchester United, de la tricolor y de los Barcelonas, el catalán y el guayaquileño.El grito del pica y tiempla del hombre que vende los encebollados se escucha de mañana, tarde y noche; o el brothersito de las empanadas y que al vocear: “venga con las empanadas de mamita”; recibe al instante respuesta de su pana, el que vende jugos de coco: “Venga con las agüitas de papito”. Las situaciones se repiten toda la mañana y arrancan risas entre los comerciantes y sus ocasionales clientes que se divierten con las ocurrencias.Ya son las 16:00 y entre risas –para variar– se escucha cómo el par de dados rojos de Germán Suárez golpea un tablero de madera rayado con marcadores en un improvisado juego de parchís. A dólar es la apuesta que Suárez juega con sus compañeros vendedores Marcelo Chacón, Erasmo Guerrero y Walter López. El más ‘vicioso’, según ellos, es Armando Macías, un comerciante de ropa que con los brazos cruzados los observa fijamente jugar.Es un guayaquileño de 41 años, 30 de ellos trabajando en la Bahía, que con buen humor reconoce que el ‘camello’ en la zona es así. “Aquí se jode, el ambiente es muy alegre”, aunque cambia el semblante y frunce la frente para aclarar: “Se chacotea y todo, pero sabemos que si no se trabaja no hay plata para comer”. Así describe su realidad y la de cientos de comerciantes que hacen de la Bahía el centro económico de la ciudad, donde lo que no hay no existe y nada tiene precio fijo.Por la Villamil se llega hasta la calle Malecón, ya no se escucha al Joe, ahora es la feroz oferta la que toma el control. Insistentes vendedores abordan con tarjetas y catálogos de los diferentes negocios de electrodomésticos a los indecisos transeúntes.Los visualizan, los tasan y saben a quién se le botan. “Madrecita, ¿qué estaba buscando?, ¿LCD, DVD, PlayStation 2, lavadoras? ¡Lo que sea acá lo tenemos más barato!”, es la promesa de quienes no les importa seguir a su posible cliente por varios metros, total si no los convencen, aprovechan la caminata y saludan a sus colegas que esperan en la esquina de la avenida Olmedo.De allí en adelante, a lo largo de esa avenida, pasando por Eloy Alfaro, Chile y Chimborazo, paralelamente a los cubículos, los comerciantes informales transforman las aceras en su mejor escaparate. Caminan presurosos, escondiéndose de los metropolitanos que tratan de restringir esta forma de comercio, pero es imposible.“Los manes se nos cargan y nos sacan de los lugares de trabajo”, dice Rubén, un relojero de 48 años, mientras revisa rápidamente, pero con detenimiento, la máquina de un Casio en su taller, la cubierta de su portafolio que lo ha acompañado desde hace 7 años.Los informales son vivarachos y escurridizos y se dan modos hasta para rezar para que les vaya bien en el trabajo a las imágenes de santos que hay casi en cada esquina, la más visitada es la del Divino Niño en Ayacucho y Huayna Cápac.Ya es tarde –19:00– y aunque desde afuera la Bahía pueda parecer una zona de comercio, para quienes están en sus entrañas, es un estilo de vida. “Yo estoy aquí desde chiquita y no he pensado irme”, dice convencida Esther Santamaría, de 30 años, mientras el guardia Félix Villegas le ayuda a cerrar su negocio de venta de interiores en General Franco y Eloy Alfaro.Al final, el ruido de las ofertas, la música y las bromas cambia por el de las puertas enrollables al cerrarse.

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