Guayaquil vive entre el pasado y el presente. El ayer y el hoy son como las mareas de su río Guayas y estero Salado.

En la actualidad, la lavadora es un electrodoméstico obligado en los hogares de clase media. Y en cada barrio existe una lavandería donde muchos acuden, pero aún existen las lavanderas de oficio, aunque no poseen las características de las de antaño.

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Las de antes, los lunes iban a las casas de sus clientes a retirar el atado de ropa sucia. Ya en su patio, clasificaban las prendas. Separaban la ropa blanca de la de color, que destiñe y mancha. Para lavar utilizaban una bola de jabón prieto o de orillo. Primero secaban la ropa al sol y después la hervían en un tarro inmenso colocado sobre leña encendida.

En el agua agregaban cáscaras de naranja que les daban a las prendas un agradable olor a fruta y cortaban la grasa, según les enseñaron sus antecesoras. Luego, con almidón de yuca y azul añil, almidonaban y blanqueaban ciertas prendas, especialmente las camisas.

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Como no existían las planchas eléctricas, utilizaban pesadas planchas en cuyo interior iba el carbón encendido y para que la ceniza no marchara la ropa la cubrían con un paño de algodón. Finalmente, cada prenda era meticulosamente doblada para que no se arrugue antes de ser entregada a su dueño. Qué trabajo tan arduo. Por eso en ciertos aspectos no es tan cierto que todo tiempo pasado fue mejor.

Un personaje que desapareció ante la proliferación de los utensilios de plástico fue el soldador que recorría Guayaquil llevando un pequeño brasero con carbón encendido, tijeras para cortar hojalata y metales, frascos con ácidos y los cautiles. Era una suerte de médico ambulante de ollas, jarras, lavacaras, bacinillas, que si tenían un hueco o filtración, él parchaba.

Aunque ahora los cuchillos, tijeras y otras herramientas se afilan en los talleres mecánicos, el afilador no da su brazo a torcer, sobre todo en los barrios populares, donde anuncia su llegada haciendo sonar una armónica.
Siempre lo rodean los niños atraídos por las chispas que saltan cuando el filo del cuchillo entra en contacto con la piedra de afilar que rauda da vueltas al ser manipulada por el afilador bañado por una lluvia de chispas.

Cuando llega la temporada de lluvia, arriban a Guayaquil y sus alrededores los mosquitos. Algunos protegen sus sueños de ellos bajo toldo, otros los eliminan con toda una gama de insecticidas.

Pero una fragante costumbre que aún persiste es espantarlos quemando astillas de palo santo o ramas de romero. Cuentan los cholos más memoriosos que antes los recolectores de cangrejos neutralizaban las picaduras de jejenes y mosquitos bañándose en el lodo del manglar, que al secarse se convertía en una coraza protectora.

En ciertos barrios aún los gallos le cantan a la mañana. Es cuando sale de la Trinitaria el primo Manuel con su charol lleno de ostiones –que él recoge en el manglar–, salsa picante y limones. Por los alrededores del Mercado Central ofrece ese cebiche potente.

También a esas horas don José Manuel Rodríguez, con sus 92 años a cuestas, abandona la barriada de la 24ª y Chambers y se dirige al centro con panes de yuca y carmelitas que su esposa prepara para que él vaya a vender.

En Guayaquil, como buen puerto, siempre ha existido vida nocturna. Los antros no eran como los bares y discotecas de la actual Zona Rosa. Eran tiempos del cabaré. Desde el exclusivo El Ideal, que exigía a sus clientes saco y corbata porque las meretrices de planta vestían traje de noche.

Por su parte, en el Crosley, para bailar era necesario comprar unos tiques que cuando terminaba la canción había que entregar a la mujer. En cambio, los bohemios amantes del bolero y el pasillo acudían a El Rincón de los Artistas –Esmeraldas y Gómez Rendón–, cuya legendaria casona fue derribada el año anterior.

Los que persisten en su tradicional oficio serenatero son los músicos de La Lagartera –Lorenzo de Garaycoa entre Luque y Colón–. Ellos todas las noches están prestos con sus guitarras, maracas y voces para ir bajo un balcón o ventana a cantarle al amor: “Guayaquileña, linda florcita de primavera,/ de los jardines la más bonita por ser morena;/ guayaquileña, te entrego toda mi vida entera,/ con mi canción también entrego el corazón”.