Cuando Rina Onofre y Johanna Aguilar, ambas de 30 años, llegaron a vivir a la isla Trinitaria –hace casi dos décadas– tenían que ingeniárselas para evitar caerse de los angostos e improvisados puentes  de cañas que hacían de único camino para salir del sector. Sus modestos hogares de mangle y caña, elevados sobre el agua y el lodo permanecían distantes. Había una casa cada tres cuadras.