Era natural que los judíos, cuando Jesús les prometió que les daría de comer su santo cuerpo y de beber su santa sangre, no entendieran absolutamente nada. Como también es natural que sin la fe, después de 20 siglos, haya hombres y mujeres que tampoco acepten el misterio de la Eucaristía.
Se trata de un Misterio estricto, no apoyado en la evidencia de las cosas, sino en la autoridad de Dios. Pero del que sí se puede, una vez que ha sido revelado, mostrar su credibilidad.

La verdad que da comienzo a esta demostración la hallamos  hoy en lo que nos recuerda el evangelio: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida”.

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Nos habla el Hombre Dios de una auténtica comida y una genuina bebida que causan en nosotros (si los tomamos, claro está, como se debe) un efecto sorprendente: hacen que tengamos y gocemos de la vida eterna.

Pero además Jesús añade de inmediato: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Como el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, el que me come vivirá por mí”. Es decir, que esa asombrosa vida eterna es la dada por Dios Padre al Hijo eterno, solo que participadamente. 

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Jesús, al referirse a esta comida misteriosa, recurre a una expresión más fuerte que el simple introducir un alimento en el sistema digestivo. Nos habla claramente –sin permitir metáfora ni símbolo– de masticar y tragar, de hacer el bolo alimenticio y de ingerirlo.

Fue tan clara y asombrosa su promesa, que en el público muchos de los asistentes se escandalizaron. Pero Jesús no se inmutó y cumplió lo prometido en su momento.

La víspera de su Pasión tomó pan en sus manos y lo distribuyó diciendo: “Esto es mi cuerpo”. Y lo mismo con el vino asegurando: “Esta es mi sangre”.

¿Cómo pudo darles a comer-beber su Cuerpo y Sangre, y que a la vez los Doce, cuando comieron-bebieron, no vieran ningún cambio ni en el vino ni en el pan? La explicación es que Jesús cambió tan solo las sustancias,  dejando que los accidentes –peso, tamaño y demás– no se vieran afectados.

Es lo que usted y yo llamamos “Transustanciación”, y que sucede en cada misa: la admirable conversión de unas sustancias materiales –la del vino y la del pan– en otras sobrenaturales y gloriosas: la de la Sangre y la del Cuerpo de Jesús.

¿Es difícil de aceptar la Transustanciación? Más difícil es imaginar que Cristo no dijera la verdad.